[Zarza me obliga a introducir una matización a su comentario (bajo amenazada de ponerme un mono bajo la almohada): no nos shippea como pareja romántica sexual, sino como algo parecido a... yo le soporto y él por mi sana influencia se busca un psicólogo y se vuelve mejor persona, pero yo sigo pasando de su culo; él abandona sus prácticas sadomasoquistas y considera hacerse célibe para poder estar conmigo, y yo sigo pasando de su culo porque de todas formas está loco y es un stalker. Fin :D]
En todo caso, aquí tenéis la nueva entrega de mis desafortunadas desventuras con zumbados literarios varios.
2
El ascensor llega a la planta baja y salgo en cuanto se abren las puertas. Mejor que me dé prisa no sea que al tipo todavía se le haya ocurrido seguirme para acompañarme hasta la calle (y abrirme la puerta del taxi).
Fuera llueve, cosa que no me mola nada porque no me he traído paraguas. En cuanto consigo coger un taxi y ya tengo claro que ningún iluminado va a perseguirme hasta la estación, respiro tranquila y puedo ponerme a pensar en cosas más interesantes, como qué voy a hacer de cena cuando llegue a casa esta noche.
Cuando me monto en el autobús me aseguro de comprobar que la entrevista se ha grabado correctamente. No sea que a la que le toque volver para acosar a alguien sea a mí. Entonces veo que me ha llegado un nuevo mensaje de Zarza.
«Informe de situación: hay un tipo en mi cuarto que se niega a irse para que pueda vestirme (voy en toalla, no preguntes)».
Hoy debe de ser el día de la invasión del espacio personal. Y de los tarados. Sobre todo esto último.
«Coge tu ropa y ve al baño. Voy para allá».
—Mierda —murmuro justo cuando estoy pulsando el botón de enviar—. Vivo en Vancouver. ¿Cómo de lejos está eso de Washington?…
Abro Google Maps.
Bien, ahora estoy muy confusa. Tengo un libro que me asegura que vivo «cerca del campus de la Universidad Estatal de Washington, en Vancouver». Solo que la Universidad Estatal de Washington, como su propio nombre indica, no está exactamente en Vancouver. ¿Soy compañera de universidad de Zarza y no me había enterado? ¿Eso significa que finalmente no vivo en Vancouver?
En fin, a estas alturas ya nada me sorprende.
Aunque ahora me quedo con la duda de dónde diablos vivo. Esto puede ser un problema para volver a casa.
Regreso a la pestaña de mensajes de texto del móvil.
«Estoy en camino O.O No sé lo que tardaré porque no tengo claro a dónde va mi autobús, pero tú dile que me espere».
«Demasiado tarde: ha huido u.u pero probablemente le vea en una fiesta esta noche. ¿Le doy un recado de tu parte?»
«Tú dile que estoy en camino O.O».
Y me dejo llevar por el autobús.
Cuando llego a mi casa (donde quiera que sea eso) me encuentro a Kate sentada en el salón, estudiando.
—¡Ortiga! Ya estás aquí.
Lleva puesto el pijama horrible rosa con conejos que usa cuando está enferma o deprimida. Se levanta de un salto y corre a abrazarme.
—Empezaba a preocuparme. Pensaba que volverías antes.
—Llego a la hora que te dije que llegaría. El autobús no se ha retrasado ni nada.
Le doy la grabadora.
—Ortiga, muchísimas gracias. Te debo una, lo sé. ¿Cómo ha ido? ¿Cómo es?
—Pues persona, ya sabes: dos ojos, dos piernas… —Me encojo de hombros—. Ha estado bastante formal y educado, aunque se lo tiene un poco creído. Tiene pinta de ser un poco especialito. Y hacia el final se ha puesto bastante pesado, no me lo conseguía sacar de encima.
Kate me mira con expresión cándida. Frunzo el ceño.
—Oye, ¿es verdad que él es el encargado de entregar los diplomas en la graduación? ¿Por qué nunca me entero de nada?
Kate se lleva una mano a la boca.
—Vaya, Ortiga, lo siento… No me acordé de preguntarte si lo sabías.
—Bah, da igual. Sabes que estoy acostumbrada a quedar como el culo. —Barro el tema con una mano—. Parece que estás mejor. ¿Te has tomado la sopa?
—Sí, y estaba riquísima, como siempre. Me encuentro mucho mejor.
Me sonríe agradecida. Miro el reloj.
—Salgo pitando. Creo que llego a mi turno en Clayton’s.
Una ferretería, aparentemente en la zona de Portland. Me disculparéis si esta vez no me molesto en ir a Google Maps. Aunque he de admitir que empieza a preocuparme si, entre ir a la universidad y al trabajo, gano suficiente para gasolina.
—Ortiga, estarás agotada.
—C'est la vie. Ahora tienen mucho lío y no les quiero dejar tirados.
Como se acerca el verano, a la gente le da por ponerse manitas e intentar redecorar la casa.
—Nos vemos luego —me despido.
——————
Cuando vuelvo a casa esa noche (sí, salto temporal porque yo lo valgo), Kate sigue en el salón, pero ahora está trabajando en su portátil con los auriculares puestos. Todavía tiene la nariz roja, pero está metida de lleno en su artículo, muy concentrada y tecleando frenéticamente.
Yo estoy agotada. En especial, socialmente agotada. Por suerte siempre llevo al día mis trabajos de la universidad y no hace falta que estudie nada hoy si no me apetece, así que atravieso el salón con toda la intención del mundo de llegar a mi cuarto, cerrar la puerta con llave y fingir que el resto del mundo ha sufrido un apocalipsis nuclear y no hay nadie en el planeta vivo para poder seguir incordiándome.
Kate, no obstante, interrumpe mi huida.
—Lo que me has traído está genial, Ortiga. Lo has hecho muy bien. No puedo creerme que no aceptaras su oferta de enseñarte el edificio. Está claro que quería pasar más rato contigo.
Me lanza una fugaz mirada burlona.
—¿Eso se ha grabado?
—Se ha grabado el viaje en taxi. No te has acordado de apagar la grabadora.
—Oh. —Me rasco la nuca—. Bueno.
—¿Y?
La miro, la mochila colgándome de un hombro y aún con el cuerpo suplicantemente orientado hacia mi cuarto.
—¿Y qué?
—¿Por qué no fuiste con él a ver el edificio?
—¿Para qué iba a hacer eso? No estoy buscando trabajo en una empresa así. Y además tenía que coger el autobús de vuelta.
Kate está de nuevo concentrada en la transcripción.
—Ya entiendo lo que quieres decir con eso de formal. ¿Tomaste notas? —me pregunta.
—Sólo una, está en la hoja de preguntas.
—No pasa nada. Con lo que hay me basta para un buen artículo. Lástima que no tengamos fotos propias. El hijo de puta está bueno, ¿no?
—No sé.
Vuelvo a mirar la puerta de mi cuarto con añoranza.
—Vamos, Ortiga… Ni siquiera tú puedes ser inmune a su atractivo.
Me mira y alza una ceja perfecta de la muerte.
—Eh… tiene una sonrisa rarísima. Parece que te pueda lanzar una dentellada en cualquier momento. Da mal rollo. En todo caso, seguro que tú le habrías sacado mucho más. Sabes que se me da de pena hacer preguntas.
—Lo dudo, Ortiga. Vamos… casi te ha ofrecido trabajo. Teniendo en cuenta que te lo endosé en el último minuto, lo has hecho muy bien.
Me mira. Aprovecho el silencio para encogerme de hombros y dar un par más de pasos tentativos en mi retirada.
—Dime, ¿qué te ha parecido?
Maldita sea, no para de preguntar. Creo que lloraré.
Respiro.
—No parece muy avispado. Y tiene un problema serio con el control, hasta el punto de resultar bastante invasivo, la verdad. No entiendo cómo podría alguien sentirse atraído por una persona así.
—¿Tú, atraída por un hombre? Qué novedad.
Me quedo un segundo en silencio.
—No. —La miro sin entender. Ladeo la cabeza—. No he dicho eso.
Precisamente todo lo contrario.
Ella se ríe. Tengo así como la molesta sensación de que no se me está tomando en serio.
Mejor cambiemos de tema.
—¿Por qué querías saber si era gay? No se lo ha tomado muy bien. Es una pregunta bastante invasiva. De hecho, esa es la única nota que he tomado.
—Cuando aparece en la prensa, siempre va solo.
—Si fuera gay, ¿no iría acompañado de hombres? En fin, que ha sido una pregunta intrusiva y se lo ha tomado mal. Pero el tipo luego ha sido invasivo conmigo y mi espacio personal así que en lo que a mí respecta estamos en paz.
—Venga, Ortiga, no puede haber ido tan mal. Creo que le has caído muy bien.
—Seguro que sí. Yo le caigo bien a todo el mundo.
Sonrío y por fin consigo retirarme a mi habitación esquivando los papeles que me lanza Kate.
———————————
El resto de la semana transcurre sin incidentes: estudio, trabajo, hablo con Zarza aprovechando el bucle espacio-temporal que nos une en esta ficción, ignoro las llamas de mi madre y sus preguntas de «¿tienes novio?… Y ¿novia?», como deliciosa comida… Incluso Kate empieza a encontrarse mejor y deja de vestir su pijama horrible por toda la casa
El viernes estoy haciendo un esfuerzo por ser sociable y hasta he salido al salón a soportar la presencia de otros seres humanos (es decir, Kate). Estoy apaciblemente en silencio (ella no, está contándome que quiere salir de fiesta) cuando llaman a la puerta. En los escalones de la entrada está José con una botella de champán en las manos.
—¡No te esperábamos! No. En serio: no te esperábamos. —Le cierro la puerta en las narices.
—¿Quién es? —pregunta Kate desde el salón.
—José —me resigno, abriendo de nuevo la puerta.
La historia original dice que soy una furcia que hablo de José como mi «alma gemela» mientras lo frienzoneo a tope, a sabiendas de que él está colado por mí, para más inri. Nuestros padres se conocen porque estuvieron juntos en el ejército y se reencontraron gracias a que nosotros coincidimos en la universidad. Lo cierto es que el chaval no pasa de colega, y todo lo que sé de él es que por lo visto le gusta la fotografía. Yo nunca he sido famosa por hacer amigos en la universidad, de hecho solo me molesté en aprenderme los nombres de tres personas de toda mi clase (y de mi promoción, y del resto de la universidad…). Con esto espero que os quede todo claro.
—Tengo buenas noticias —dice José sonriendo. Todo en él es moreno, los ojos, el pelo y hasta la voz.
—No me lo digas: también esta semana te las has arreglado para que no te despidan —me adelanto mientras me dejo caer de nuevo en el sofá.
Finge indignarse antes de continuar.
—La Portland Place Gallery va a exponer mis fotos el mes que viene.
—Vaya. ¡Felicidades!
Nadie le abraza. Yo no abrazo gente. Y Kate no debe de tener tanta confianza con él.
—¡Buen trabajo, José! Tendré que incluirlo en la revista —dice la última aludida—. No se me ocurre nada mejor para un viernes por la noche que hacer cambios editoriales de última hora —añade riéndose.
—Vamos a celebrarlo. Quiero que vengas a la inauguración. —José me mira fijamente.
No me considero una maestra de lo socialmente aceptado, pero mi sentido arácnido me dice que invitarme en exclusiva en presencia de una tercera persona es un tanto violento.
—Las dos, claro —añade mirando nervioso a Kate.
—Ya decía yo.
Los dos me miran.
—Lo siento. —Me paso una mano por la nuca con una sonrisa culpable.
He aquí uno de los muchos motivos por los que, tras varios años de universidad juntos, no considero a esta persona un amigo. Da igual las veces que le explique y le repita que, de verdad de la buena, «no es él, soy yo: soy asexual». No le da la gana. Lo va a seguir intentando.
Kate suele chincharme diciéndome que me falta el gen de buscar novio, y es enteramente cierto: lo corroboro, me falta. Y además es que no lo quiero. Todas esas chorradas de las mariposas en el estómago y la madre que los trajo a todos… No me interesa. No entiendo qué es tan difícil de entender.
Antes solía preguntarme a mí misma qué era lo que no funcionaba bien en mi cabeza. Si todos los seres humanos de este planeta hubiesen nacido con mi apatía hacia las relaciones románticas y el sexo, nuestra raza de hubiese extinguido hace mucho, mucho tiempo. Pero lo bueno que tiene la fase emo es eso, que es una fase.
José descorcha la botella y yo les miro beber a ambos un rato (unos cinco minutos) antes de volver a refugiarme en mi habitación a recuperarme del exceso de contacto social.
——————————
El sábado es una pesadilla en la ferretería. Nos invaden los manitas que quieren redecorar la casa. A mediodía parece que escampa un poco la cosa y la dueña me pone a comprobar pedidos en el ordenador para asegurarse de que las entradas cuadran.
En un momento dado, levanto la vista y me doy cuenta de que hay alguien esperando al otro lado del mostrador.
—Lo siento, no le había visto —me disculpo mientras cierro el fichero de pedidos sin mirar la pantalla—. Ya estoy con usted. ¿Qué necesita?
—No se preocupe. Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Dioica —me contesta.
Me congelo. Ahora sí le miro a la cara. Esos dientes son inconfundibles.
—Coño —susurro.
—¿Disculpe?
—¡Nada! —pego un bote. Tengo sospechas fundadas de que me pongo roja como una tomatera.
Es un cliente. Es un cliente. Es un cliente.
Miro a mi alrededor, pero no veo a ninguno de mis compañeros, nadie a quien pasarle la patata.
—Hablaba conmigo misma. Perdón. —Amago una débil sonrisa—. No sabía que vivía usted por aquí.
Él levanta una ceja.
—Vivo en Seattle, señorita Dioica. Vino usted a entrevistarme, ¿lo recuerda?
Tengo que recordarme a mí misma no darme una bofetada. Me paso una mano por la nuca.
—Claro. En Seattle. Lo siento, debo de estar cansada.
Da un paso hacia mí, de pronto con el ceño fruncido y una cara de muy malas pulgas.
—¿Cuántas horas lleva trabajando? ¿Ha comido? Quizá debería descansar.
Doy gracias por el mostrador. El tío tiene toda la pinta de que sería capaz de venir y ponerme la mano en la frente para comprobar mi temperatura.
—Estoy bien —me apresuro a contestar, levantando las palmas de las manos—. No se preocupe. Y ¿qué hace en una ferretería de Portland?
Él tarda un momento en responder, todavía evaluándome con la mirada fija bajo el ceño fruncido.
Tiene la mandíbula tensa.
—Sólo pasaba por aquí —dice finalmente a modo de explicación.
Me muerdo automáticamente las mejillas por dentro para no reír.
A mi mente acude una imagen muy vívida de un hombre grande y redondo vestido con peto y camisa roja, con pelo y barba negros, la mitad de los dientes y unos patos amarillos con estrellas dándole vueltas en torno a la cabeza: «sólo… pasaba por aquí…». ¿De dónde ha salido? Creo que era de una película de Bugs Bunny. Le habían tirado un yunque. Y una caja fuerte, un barco, una ballena. Esas cosas normales que pasan en los dibujos animados.
Sacudo la cabeza e intento prestar atención. También intento mantener una sonrisa cortés con la esperanza de que no se me note que sigo mordiéndome las mejillas, ignoro con qué grado de éxito.
—Necesito algunas cosas —continúa él. Y está otra vez hablando por lo bajini. Me inclino un poco hacia adelante sin perder de vista su boca—. Es un placer volver a verla, señorita Dioica.
Me yergo inmediatamente. Si lo dice con la voz tan baja y oscura suena a secreto. Resulta francamente perturbador cuando consideras que esta persona no me conoce de nada. Si a eso le añades sus dientes y el hecho de que además no sé qué coño se le ha perdido en Portland, dado que ya ha quedado establecido que vive en a tomar por el culo de aquí, mi nivel de desasosiego alcanza cotas alarmantes.
—¿En qué puedo ayudarle entonces? —atajo.
—Necesito un par de cosas. Para empezar, bridas para cables —murmura con expresión fría y divertida a la vez.
Se está riendo de mí. Y hay algo en esta broma en concreto que no termino de entender, pero me da que de todas formas no me iba a gustar.
Mis compañeros siguen sin estar a la vista.
—Tenemos varias medidas. ¿Quiere que se las muestre?
Tras un breve titubeo, me obligo a salir de detrás del mostrador.
Él frunce el ceño.
—Sí, por favor. La acompaño, señorita Dioica.
De repente, una vez franqueada la seguridad del mostrador, tengo el estómago de punta y todos los sentidos en alerta.
¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué pasa, que en Seattle no tienen ferreterías? ¿Habrá venido aquí a posta? Dioses. ¿Por qué está aquí? ¿Me habrá investigado? No recuerdo haberle dicho dónde trabajaba.
—Están con los artículos de electricidad, en el pasillo número ocho. —Hablo para por lo menos tener mi propia voz en los oídos, quizá eso me ayude a no salir corriendo.
No le miro. Está demasiado cerca.
—La sigo —murmura haciendo un gesto con la mano.
Me doy la vuelta tan rápido para echar a caminar por el pasillo que por poco me llevo la primera estantería con el hombro.
Mierda. Le he dejado coger la ventaja. Me contengo para no volver sobre mis pasos y llevarme de facto la estantería por delante, con la cabeza.
No estoy loca. Esto es comunicación no verbal básica. Puede que sea yo quien está liderando esta comitiva de dos, pero ha sido él quien me ha cedido el puesto, lo cual le coloca en una posición de superioridad indiscutible. Una vez vi un vídeo muy gracioso de una visita de estado en la que dos líderes se disputaban quién cedía el paso al otro a la hora de entrar por una puerta. Era mondante. Imagino que para ellos no.
Levanto una mano con toda la intención de hacer un facepalm, pero puedo notar al tipo caminando justo detrás de mí, así que varío la trayectoria en el último momento para recolocarme las gafas sobre el puente de la nariz.
Muy bien. Esto es ridículo.
—¿Ortiga?, te calmas. Ya. —Me susurro con un gruñido un tanto canino, autoritaria.
Y me ha oído. Lo sé.
Ahora que me acuerdo, el tío va a entregar los diplomas de la graduación. Puede que haya tenido que ir a Vancouver para algo relacionado con la ceremonia. Por eso está aquí: le cogería de paso de vuelta a Seattle. No es más que una desafortunada coincidencia.
Solo es un cliente más. Menos mal.
Me paro junto a la sección de bridas con una sonrisa inmensa.
—Es aquí —hago obvio lo evidente.
Él desliza los dedos por las cajas de la estantería, se inclina y coge una.
—Estas me irán bien —dice en voz baja.
—¿Algo más? —pregunto, ahora ya más relajada.
—Quisiera cinta adhesiva.
—Por aquí. Están en el pasillo de decoración.
Giro sobre los talones.
—Por si se lo está preguntando, no estoy decorando la casa —añade mientras me sigue.
—Ah… —Echo una mirada por encima del hombro—. ¿Okay?
Nunca hubiera hecho tal deducción a partir de bridas para cables y cinta adhesiva, la verdad. A menos que quiera decorar la casa estilo Art Attack. Poniendo especial énfasis en el Attack.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —me pregunta entonces. Tiene la voz tan grave que la siento vibrar por detrás de las costillas. Y eso mola, en realidad.
—Cuatro años.
Me paro al inicio del pasillo y sonrío.
—Aquí es —Hago un gesto de la mano para cederle el paso—, abajo a su izquierda.
¡Muajajaja! Terreno recuperado. Mi TOC ya puede descansar más tranquilo.
—¿Podría enseñarme qué medidas tienen? —pregunta, cortés.
No ha aceptado mi invitación para pasar. En su lugar me mira con esa sonrisa afilada por el lado izquierdo y los ojos entornados. Y me doy cuenta de que se ha dado cuenta.
—Bueno, tenía que intentarlo —suspiro, encogiéndome de hombros.
—Me habría decepcionado si no lo hubiera hecho, señorita Dioica. —Se ríe.
—Realmente tiene usted un problema con el control, señor Grey —le digo, casi riéndome también. ¿Qué puedo decir? Me gusta cuando la gente se ríe.
—No sabe hasta qué punto. —Y vuelve a usar esa voz que hace que la situación ya no tenga ni puta gracia.
Puede que sean todo imaginaciones mías. Si me concentro, por debajo puedo ver que en realidad no tiene la sonrisa afilada. Solo lo parece.
Me vendría bien un punto de referencia ahora mismo. Tengo que averiguar si Zarza va a mi misma universidad o no finalmente.
Me agacho y cojo las dos medidas de cinta adhesiva que tenemos.
—Me llevaré esta —dice Grey golpeando suavemente el rollo de cinta que le tiendo.
Cuando sus dedos me rozan, puedo oír el chispazo.
Doy un grito y la cinta adhesiva sale volando.
—Mierda —mascullo, agarrándome la mano electrocutada con la mano sana—. ¡Joder!
Sacudo la mano y me meto el dedo en la boca.
—Mierda —vuelvo a mascullar, ahora con la boca llena.
La cinta rueda hasta los pies de él.
—¿Se encuentra bien? —Se inclina hacia mí, los ojos muy abiertos.
Ya no sonríe, y lo agradezco. Aunque agradezco mucho más el hecho de que su mano se detenga a cinco centímetros de mi hombro, no voy a mentir.
—Lo lamento. No sé qué ha pasado.
Yo sí lo sé. Tengo un puto problema.
—No se preocupe, no es culpa suya. Tengo la asombrosa habilidad de ser capaz de electrocutarme a mí misma con un trozo de madera. —Todavía me aprieto los dedos con la mano ilesa—. Dios, eso ha dolido —gimo en voz baja para mí misma—. ¿Necesita algo más? —le pregunto mientras me agacho a recoger la cinta adhesiva.
Cuando levanto la vista, él tiene los ojos muy oscuros.
—Un poco de cuerda. —Su voz suena ronca desde las alturas.
Por algún motivo, casi suena como una amenaza.
Se me eriza la nuca. Me incorporo.
—Por aquí —me las arreglo para vocalizar.
Le conduzco al siguiente pasillo sin que ninguno añada nada más.
—¿Qué tipo de cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable…
—Cinco metros de la de fibra natural, por favor —me corta, la voz más ronca aún si cabe.
—Okay.
Mido rápidamente la cuerda con mi pulso habitual de tocar panderetas, concentrándome en no desbaratar la bobina entera. Puedo sentir la mirada fija del tipo en mi nuca.
Me las apaño para cortar la cuerda sin llevarme un dedo en el proceso. La enrollo con cuidado y la anudo. Se la tiendo.
—¿Iba usted a las scouts? —me pregunta frunciendo los labios, divertido.
Le miro sin comprender, la cinta aún en la mano, sujeta precavidamente por un extremo para que su mano no tenga que estar ni remotamente cerca de la mía cuando la coja. Aunque, conociéndome, soy capaz de electrocutarme con la cuerda como conductor…
—El nudo —me hace notar.
—Ah. No. Lo aprendí aquí. —Y lo que me costó asimilar la dirección del movimiento—. Los nudos no son lo mío.
Arquea una ceja.
—¿Qué es lo suyo, Urtica? —me pregunta en voz baja con su horripilante sonrisa hambrienta.
Estupendo. Ahora pensará hacerme todas las preguntas que no le dejé hacer el otro día. Pensé que me había librado. Y el contexto no está a mi favor en esta ocasión. Se supone que no debo ser borde con los clientes.
Él sigue mirándome, esperando una respuesta.
—Los libros —contesto a regañadientes—. ¿Necesita algo más?
—¿Qué tipo de libros? —me pregunta ladeando la cabeza.
Ahora mismo me leería cualquier libro que me dijese qué más tengo que venderte para que te marches ya.
—De todo un poco. Sobre todo literatura basura.
Se frota la barbilla con el índice y el pulgar considerando mi respuesta.
—¿Necesita algo más? —insisto.
Todavía tarda otros cinco segundos en responder.
—No lo sé. ¿Qué me recomendaría?
WTF? Yo qué sé, tío. Ni siquiera me has dicho qué vas a hacer.
Me limito a mirarle, sin saber qué contestar que no implique ser grosera. Él parece estar disfrutando con la situación y me devuelve una mirada burlona.
El silencio se alarga.
—¿Un mono de trabajo? —pruebo, comenzando a sentirme ligeramente perdida en todo esto.
Vuelve a alzar una ceja, divertido.
—¿Me lo sugiere o me lo pregunta?
Carraspeo.
—Se lo… ¿pregunto? —Parpadeo para más efecto dramático—. No sé lo que va a hacer, así que no sé lo que puede necesitar. Pero imagino que si es algo sucio no querrá que se le estropee la ropa.
—Siempre puedo quitármela —me contesta sonriendo.
Adiós.
—Bueno, yo no se lo recomendaría: si está trabajando con pistola térmica o con cables pelados puede hacerse daño.
Ahora es su turno de quedárseme mirando. Entonces se empieza a reír, las carcajadas vibrándole en la garganta.
Me lleva unos segundos entender que era una broma.
—Ah. —Me rasco la cabeza con una sonrisa culpable en los labios—. No lo había pillado. Lo siento.
A nadie se le ocurriría desvestirse para hacer bricolaje, claro.
—Me llevaré un mono de trabajo —contesta finalmente, una vez que ha conseguido serenarse—. No vaya a ser que se me estropee la ropa —añade. Y el hombre realmente tiene la mala manía de mirar muy fijamente.
Cambiamos de pasillo y le consigo un mono azul.
—¿Necesita algo más?
—¿Cómo va el artículo?
¿Es que no te vas a ir nunca?
Cambio el pie de peso.
—Lo cierto es que no lo sé: no soy yo quien lo está escribiendo, es mi compañera —le recuerdo. Y ahora podría ser el momento de decir algo a favor de Kate, que no quede como una pobre incompetente poco profesional—. Ella es la editora de la revista, quedó muy contenta con la entrevista a pesar de que lamenta no haber podido ir ella en persona a hacérsela. Lo único que le preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.
—¿Qué tipo de fotografías quiere?
Mierda. Ya la he cagado.
—Pues… la verdad es que no lo sé. No especificó.
—Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana…
No termina la frase. Me obligo a hacer contacto visual.
—Quizá mañana… ¿qué? —Parpadeo.
—Quizá mañana podríamos organizar una sesión de fotos.
Le sigo mirando.
—Ah.
Kate me matará si le digo que el tipo me ha ofrecido tal cosa y yo he dicho que no gracias. Puerros.
—Kate estará encantada… si encontramos a un fotógrafo.
—Dígame algo mañana. —Mete la mano en el bolsillo trasero y saca la cartera—. Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tendría que llamarme antes de las diez de la mañana.
—Muy bien. Se lo diré a Kate —enfatizo con una sonrisa.
—¡Ortiga!
Desde el otro lado del pasillo se asoma uno de los hijos del sueño de la ferretería. No me acuerdo de su nombre. Hacía mucho que no le veía.
¿Me llama porque necesita algo?
—Discúlpeme un momento, señor Grey.
Grey frunce el ceño mientras me vuelvo.
—Hola, ¿qué…?
El chico me engancha y me da un abrazo, pillándome completamente desprevenida.
—¡Ortiga, cuánto me alegro de verte! —exclama.
Suéltame, por Dios. No sé ni cómo te llamas. Córtate un poco.
—Ah… Sí. ¿Cómo estás?
—Bien. He venido por el cumpleaños de mi hermano. Estás muy guapa, Ortiga, muy guapa.
Ya...
Sonríe y se aparta un poco para observarme. Ni siquiera sé de qué me habla. Tampoco me acuerdo de cómo se llama su hermano, mucho menos de que su cumpleaños es ahora. Entonces por fin me suelta, pero deja un brazo por encima de mis hombros, con lo que me veo obligada a apartarme de manera poco delicada.
Odio cuando la gente se cree con derecho a ser físicamente demasiado cercana. Encima no puedes toserles porque se supone que están «siendo simpáticos».
Ortiga, no bufes, por favor.
—Estoy con un cliente. ¿Necesitas algo?
Grey nos observa atentamente desde el otro extremo del pasillo.
—No puede ser —musita mi amable agresor número dos del día de hoy—. ¿No es ese el famoso Christian Grey? ¿El de Grey Enterprises Holdings?
—Eh… ¿intuyo que sí? —contesto, no muy segura.
Pero el chico ya no me escucha. Avanza a zancadas largas hasta mi no tan amable agresor número uno del día y le tiende una mano.
—Paul Clayton —se presenta—. La tienda es de mi familia. ¿Puedo ayudarle en algo?
El otro le toma la mano con educación.
—Se ha ocupado Urtica, señor Clayton. Ha sido muy atenta.
Bueno, parece que al menos he dado el pego. Es una pequeña victoria, dadas las circunstancias.
—Estupendo —le responde Paul—. Nos vemos luego, Ortiga.
—Ah, sí.
Al menos ya sé su nombre. Lo habré olvidado de nuevo dentro de otros cinco minutos, pero me da igual: pienso contar esto como la segunda pequeña victoria del día.
Lo observo desaparecer hacia el almacén antes de volverme.
—¿Algo más, señor Grey?
—Nada más —responde, seco.
Gracias al cielo.
Nos encaminamos hacia la caja en silencio, donde paso los artículos por el lector.
—Serán cuarenta y tres dólares, por favor.
Él continúa ejercitando su manía de mirar fijamente en silencio mientras me tiende una tarjeta de crédito.
Me pone de los nervios.
—¿Quiere una bolsa?
—Sí, gracias, Urtica.
¿Por qué? ¿Por qué sigues aquí? Quiero llegar a mi casa, encerrarme en mi cuarto y fingir que el mundo no existe. ¿Es tanto pedir?
Meto deprisa lo que ha comprado en una bolsa de plástico.
—Ya me llamará si quiere que haga la sesión de fotos.
Asiento y le devuelvo la tarjeta de crédito.
—Bien. Hasta mañana, quizá. —Se vuelve para marcharse, pero se detiene—. Ah, una cosa, Urtica… Me alegro de que la señorita Kavanagh no pudiera hacerme la entrevista.
Y por fin se larga.
Nunca, jamás de los jamases, pienso volver a hacerle un favor de este tipo a Kate.
Nunca.
2
El ascensor llega a la planta baja y salgo en cuanto se abren las puertas. Mejor que me dé prisa no sea que al tipo todavía se le haya ocurrido seguirme para acompañarme hasta la calle (y abrirme la puerta del taxi).
Fuera llueve, cosa que no me mola nada porque no me he traído paraguas. En cuanto consigo coger un taxi y ya tengo claro que ningún iluminado va a perseguirme hasta la estación, respiro tranquila y puedo ponerme a pensar en cosas más interesantes, como qué voy a hacer de cena cuando llegue a casa esta noche.
Cuando me monto en el autobús me aseguro de comprobar que la entrevista se ha grabado correctamente. No sea que a la que le toque volver para acosar a alguien sea a mí. Entonces veo que me ha llegado un nuevo mensaje de Zarza.
«Informe de situación: hay un tipo en mi cuarto que se niega a irse para que pueda vestirme (voy en toalla, no preguntes)».
Hoy debe de ser el día de la invasión del espacio personal. Y de los tarados. Sobre todo esto último.
«Coge tu ropa y ve al baño. Voy para allá».
—Mierda —murmuro justo cuando estoy pulsando el botón de enviar—. Vivo en Vancouver. ¿Cómo de lejos está eso de Washington?…
Abro Google Maps.
Bien, ahora estoy muy confusa. Tengo un libro que me asegura que vivo «cerca del campus de la Universidad Estatal de Washington, en Vancouver». Solo que la Universidad Estatal de Washington, como su propio nombre indica, no está exactamente en Vancouver. ¿Soy compañera de universidad de Zarza y no me había enterado? ¿Eso significa que finalmente no vivo en Vancouver?
En fin, a estas alturas ya nada me sorprende.
Aunque ahora me quedo con la duda de dónde diablos vivo. Esto puede ser un problema para volver a casa.
Regreso a la pestaña de mensajes de texto del móvil.
«Estoy en camino O.O No sé lo que tardaré porque no tengo claro a dónde va mi autobús, pero tú dile que me espere».
«Demasiado tarde: ha huido u.u pero probablemente le vea en una fiesta esta noche. ¿Le doy un recado de tu parte?»
«Tú dile que estoy en camino O.O».
Y me dejo llevar por el autobús.
Cuando llego a mi casa (donde quiera que sea eso) me encuentro a Kate sentada en el salón, estudiando.
—¡Ortiga! Ya estás aquí.
Lleva puesto el pijama horrible rosa con conejos que usa cuando está enferma o deprimida. Se levanta de un salto y corre a abrazarme.
—Empezaba a preocuparme. Pensaba que volverías antes.
—Llego a la hora que te dije que llegaría. El autobús no se ha retrasado ni nada.
Le doy la grabadora.
—Ortiga, muchísimas gracias. Te debo una, lo sé. ¿Cómo ha ido? ¿Cómo es?
—Pues persona, ya sabes: dos ojos, dos piernas… —Me encojo de hombros—. Ha estado bastante formal y educado, aunque se lo tiene un poco creído. Tiene pinta de ser un poco especialito. Y hacia el final se ha puesto bastante pesado, no me lo conseguía sacar de encima.
Kate me mira con expresión cándida. Frunzo el ceño.
—Oye, ¿es verdad que él es el encargado de entregar los diplomas en la graduación? ¿Por qué nunca me entero de nada?
Kate se lleva una mano a la boca.
—Vaya, Ortiga, lo siento… No me acordé de preguntarte si lo sabías.
—Bah, da igual. Sabes que estoy acostumbrada a quedar como el culo. —Barro el tema con una mano—. Parece que estás mejor. ¿Te has tomado la sopa?
—Sí, y estaba riquísima, como siempre. Me encuentro mucho mejor.
Me sonríe agradecida. Miro el reloj.
—Salgo pitando. Creo que llego a mi turno en Clayton’s.
Una ferretería, aparentemente en la zona de Portland. Me disculparéis si esta vez no me molesto en ir a Google Maps. Aunque he de admitir que empieza a preocuparme si, entre ir a la universidad y al trabajo, gano suficiente para gasolina.
—Ortiga, estarás agotada.
—C'est la vie. Ahora tienen mucho lío y no les quiero dejar tirados.
Como se acerca el verano, a la gente le da por ponerse manitas e intentar redecorar la casa.
—Nos vemos luego —me despido.
——————
Cuando vuelvo a casa esa noche (sí, salto temporal porque yo lo valgo), Kate sigue en el salón, pero ahora está trabajando en su portátil con los auriculares puestos. Todavía tiene la nariz roja, pero está metida de lleno en su artículo, muy concentrada y tecleando frenéticamente.
Yo estoy agotada. En especial, socialmente agotada. Por suerte siempre llevo al día mis trabajos de la universidad y no hace falta que estudie nada hoy si no me apetece, así que atravieso el salón con toda la intención del mundo de llegar a mi cuarto, cerrar la puerta con llave y fingir que el resto del mundo ha sufrido un apocalipsis nuclear y no hay nadie en el planeta vivo para poder seguir incordiándome.
Kate, no obstante, interrumpe mi huida.
—Lo que me has traído está genial, Ortiga. Lo has hecho muy bien. No puedo creerme que no aceptaras su oferta de enseñarte el edificio. Está claro que quería pasar más rato contigo.
Me lanza una fugaz mirada burlona.
—¿Eso se ha grabado?
—Se ha grabado el viaje en taxi. No te has acordado de apagar la grabadora.
—Oh. —Me rasco la nuca—. Bueno.
—¿Y?
La miro, la mochila colgándome de un hombro y aún con el cuerpo suplicantemente orientado hacia mi cuarto.
—¿Y qué?
—¿Por qué no fuiste con él a ver el edificio?
—¿Para qué iba a hacer eso? No estoy buscando trabajo en una empresa así. Y además tenía que coger el autobús de vuelta.
Kate está de nuevo concentrada en la transcripción.
—Ya entiendo lo que quieres decir con eso de formal. ¿Tomaste notas? —me pregunta.
—Sólo una, está en la hoja de preguntas.
—No pasa nada. Con lo que hay me basta para un buen artículo. Lástima que no tengamos fotos propias. El hijo de puta está bueno, ¿no?
—No sé.
Vuelvo a mirar la puerta de mi cuarto con añoranza.
—Vamos, Ortiga… Ni siquiera tú puedes ser inmune a su atractivo.
Me mira y alza una ceja perfecta de la muerte.
—Eh… tiene una sonrisa rarísima. Parece que te pueda lanzar una dentellada en cualquier momento. Da mal rollo. En todo caso, seguro que tú le habrías sacado mucho más. Sabes que se me da de pena hacer preguntas.
—Lo dudo, Ortiga. Vamos… casi te ha ofrecido trabajo. Teniendo en cuenta que te lo endosé en el último minuto, lo has hecho muy bien.
Me mira. Aprovecho el silencio para encogerme de hombros y dar un par más de pasos tentativos en mi retirada.
—Dime, ¿qué te ha parecido?
Maldita sea, no para de preguntar. Creo que lloraré.
Respiro.
—No parece muy avispado. Y tiene un problema serio con el control, hasta el punto de resultar bastante invasivo, la verdad. No entiendo cómo podría alguien sentirse atraído por una persona así.
—¿Tú, atraída por un hombre? Qué novedad.
Me quedo un segundo en silencio.
—No. —La miro sin entender. Ladeo la cabeza—. No he dicho eso.
Precisamente todo lo contrario.
Ella se ríe. Tengo así como la molesta sensación de que no se me está tomando en serio.
Mejor cambiemos de tema.
—¿Por qué querías saber si era gay? No se lo ha tomado muy bien. Es una pregunta bastante invasiva. De hecho, esa es la única nota que he tomado.
—Cuando aparece en la prensa, siempre va solo.
—Si fuera gay, ¿no iría acompañado de hombres? En fin, que ha sido una pregunta intrusiva y se lo ha tomado mal. Pero el tipo luego ha sido invasivo conmigo y mi espacio personal así que en lo que a mí respecta estamos en paz.
—Venga, Ortiga, no puede haber ido tan mal. Creo que le has caído muy bien.
—Seguro que sí. Yo le caigo bien a todo el mundo.
Sonrío y por fin consigo retirarme a mi habitación esquivando los papeles que me lanza Kate.
———————————
El resto de la semana transcurre sin incidentes: estudio, trabajo, hablo con Zarza aprovechando el bucle espacio-temporal que nos une en esta ficción, ignoro las llamas de mi madre y sus preguntas de «¿tienes novio?… Y ¿novia?», como deliciosa comida… Incluso Kate empieza a encontrarse mejor y deja de vestir su pijama horrible por toda la casa
El viernes estoy haciendo un esfuerzo por ser sociable y hasta he salido al salón a soportar la presencia de otros seres humanos (es decir, Kate). Estoy apaciblemente en silencio (ella no, está contándome que quiere salir de fiesta) cuando llaman a la puerta. En los escalones de la entrada está José con una botella de champán en las manos.
—¡No te esperábamos! No. En serio: no te esperábamos. —Le cierro la puerta en las narices.
—¿Quién es? —pregunta Kate desde el salón.
—José —me resigno, abriendo de nuevo la puerta.
La historia original dice que soy una furcia que hablo de José como mi «alma gemela» mientras lo frienzoneo a tope, a sabiendas de que él está colado por mí, para más inri. Nuestros padres se conocen porque estuvieron juntos en el ejército y se reencontraron gracias a que nosotros coincidimos en la universidad. Lo cierto es que el chaval no pasa de colega, y todo lo que sé de él es que por lo visto le gusta la fotografía. Yo nunca he sido famosa por hacer amigos en la universidad, de hecho solo me molesté en aprenderme los nombres de tres personas de toda mi clase (y de mi promoción, y del resto de la universidad…). Con esto espero que os quede todo claro.
—Tengo buenas noticias —dice José sonriendo. Todo en él es moreno, los ojos, el pelo y hasta la voz.
—No me lo digas: también esta semana te las has arreglado para que no te despidan —me adelanto mientras me dejo caer de nuevo en el sofá.
Finge indignarse antes de continuar.
—La Portland Place Gallery va a exponer mis fotos el mes que viene.
—Vaya. ¡Felicidades!
Nadie le abraza. Yo no abrazo gente. Y Kate no debe de tener tanta confianza con él.
—¡Buen trabajo, José! Tendré que incluirlo en la revista —dice la última aludida—. No se me ocurre nada mejor para un viernes por la noche que hacer cambios editoriales de última hora —añade riéndose.
—Vamos a celebrarlo. Quiero que vengas a la inauguración. —José me mira fijamente.
No me considero una maestra de lo socialmente aceptado, pero mi sentido arácnido me dice que invitarme en exclusiva en presencia de una tercera persona es un tanto violento.
—Las dos, claro —añade mirando nervioso a Kate.
—Ya decía yo.
Los dos me miran.
—Lo siento. —Me paso una mano por la nuca con una sonrisa culpable.
He aquí uno de los muchos motivos por los que, tras varios años de universidad juntos, no considero a esta persona un amigo. Da igual las veces que le explique y le repita que, de verdad de la buena, «no es él, soy yo: soy asexual». No le da la gana. Lo va a seguir intentando.
Kate suele chincharme diciéndome que me falta el gen de buscar novio, y es enteramente cierto: lo corroboro, me falta. Y además es que no lo quiero. Todas esas chorradas de las mariposas en el estómago y la madre que los trajo a todos… No me interesa. No entiendo qué es tan difícil de entender.
Antes solía preguntarme a mí misma qué era lo que no funcionaba bien en mi cabeza. Si todos los seres humanos de este planeta hubiesen nacido con mi apatía hacia las relaciones románticas y el sexo, nuestra raza de hubiese extinguido hace mucho, mucho tiempo. Pero lo bueno que tiene la fase emo es eso, que es una fase.
José descorcha la botella y yo les miro beber a ambos un rato (unos cinco minutos) antes de volver a refugiarme en mi habitación a recuperarme del exceso de contacto social.
——————————
El sábado es una pesadilla en la ferretería. Nos invaden los manitas que quieren redecorar la casa. A mediodía parece que escampa un poco la cosa y la dueña me pone a comprobar pedidos en el ordenador para asegurarse de que las entradas cuadran.
En un momento dado, levanto la vista y me doy cuenta de que hay alguien esperando al otro lado del mostrador.
—Lo siento, no le había visto —me disculpo mientras cierro el fichero de pedidos sin mirar la pantalla—. Ya estoy con usted. ¿Qué necesita?
—No se preocupe. Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Dioica —me contesta.
Me congelo. Ahora sí le miro a la cara. Esos dientes son inconfundibles.
—Coño —susurro.
—¿Disculpe?
—¡Nada! —pego un bote. Tengo sospechas fundadas de que me pongo roja como una tomatera.
Es un cliente. Es un cliente. Es un cliente.
Miro a mi alrededor, pero no veo a ninguno de mis compañeros, nadie a quien pasarle la patata.
—Hablaba conmigo misma. Perdón. —Amago una débil sonrisa—. No sabía que vivía usted por aquí.
Él levanta una ceja.
—Vivo en Seattle, señorita Dioica. Vino usted a entrevistarme, ¿lo recuerda?
Tengo que recordarme a mí misma no darme una bofetada. Me paso una mano por la nuca.
—Claro. En Seattle. Lo siento, debo de estar cansada.
Da un paso hacia mí, de pronto con el ceño fruncido y una cara de muy malas pulgas.
—¿Cuántas horas lleva trabajando? ¿Ha comido? Quizá debería descansar.
Doy gracias por el mostrador. El tío tiene toda la pinta de que sería capaz de venir y ponerme la mano en la frente para comprobar mi temperatura.
—Estoy bien —me apresuro a contestar, levantando las palmas de las manos—. No se preocupe. Y ¿qué hace en una ferretería de Portland?
Él tarda un momento en responder, todavía evaluándome con la mirada fija bajo el ceño fruncido.
Tiene la mandíbula tensa.
—Sólo pasaba por aquí —dice finalmente a modo de explicación.
Me muerdo automáticamente las mejillas por dentro para no reír.
A mi mente acude una imagen muy vívida de un hombre grande y redondo vestido con peto y camisa roja, con pelo y barba negros, la mitad de los dientes y unos patos amarillos con estrellas dándole vueltas en torno a la cabeza: «sólo… pasaba por aquí…». ¿De dónde ha salido? Creo que era de una película de Bugs Bunny. Le habían tirado un yunque. Y una caja fuerte, un barco, una ballena. Esas cosas normales que pasan en los dibujos animados.
Sacudo la cabeza e intento prestar atención. También intento mantener una sonrisa cortés con la esperanza de que no se me note que sigo mordiéndome las mejillas, ignoro con qué grado de éxito.
—Necesito algunas cosas —continúa él. Y está otra vez hablando por lo bajini. Me inclino un poco hacia adelante sin perder de vista su boca—. Es un placer volver a verla, señorita Dioica.
Me yergo inmediatamente. Si lo dice con la voz tan baja y oscura suena a secreto. Resulta francamente perturbador cuando consideras que esta persona no me conoce de nada. Si a eso le añades sus dientes y el hecho de que además no sé qué coño se le ha perdido en Portland, dado que ya ha quedado establecido que vive en a tomar por el culo de aquí, mi nivel de desasosiego alcanza cotas alarmantes.
—¿En qué puedo ayudarle entonces? —atajo.
—Necesito un par de cosas. Para empezar, bridas para cables —murmura con expresión fría y divertida a la vez.
Se está riendo de mí. Y hay algo en esta broma en concreto que no termino de entender, pero me da que de todas formas no me iba a gustar.
Mis compañeros siguen sin estar a la vista.
—Tenemos varias medidas. ¿Quiere que se las muestre?
Tras un breve titubeo, me obligo a salir de detrás del mostrador.
Él frunce el ceño.
—Sí, por favor. La acompaño, señorita Dioica.
De repente, una vez franqueada la seguridad del mostrador, tengo el estómago de punta y todos los sentidos en alerta.
¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué pasa, que en Seattle no tienen ferreterías? ¿Habrá venido aquí a posta? Dioses. ¿Por qué está aquí? ¿Me habrá investigado? No recuerdo haberle dicho dónde trabajaba.
—Están con los artículos de electricidad, en el pasillo número ocho. —Hablo para por lo menos tener mi propia voz en los oídos, quizá eso me ayude a no salir corriendo.
No le miro. Está demasiado cerca.
—La sigo —murmura haciendo un gesto con la mano.
Me doy la vuelta tan rápido para echar a caminar por el pasillo que por poco me llevo la primera estantería con el hombro.
Mierda. Le he dejado coger la ventaja. Me contengo para no volver sobre mis pasos y llevarme de facto la estantería por delante, con la cabeza.
No estoy loca. Esto es comunicación no verbal básica. Puede que sea yo quien está liderando esta comitiva de dos, pero ha sido él quien me ha cedido el puesto, lo cual le coloca en una posición de superioridad indiscutible. Una vez vi un vídeo muy gracioso de una visita de estado en la que dos líderes se disputaban quién cedía el paso al otro a la hora de entrar por una puerta. Era mondante. Imagino que para ellos no.
Levanto una mano con toda la intención de hacer un facepalm, pero puedo notar al tipo caminando justo detrás de mí, así que varío la trayectoria en el último momento para recolocarme las gafas sobre el puente de la nariz.
Muy bien. Esto es ridículo.
—¿Ortiga?, te calmas. Ya. —Me susurro con un gruñido un tanto canino, autoritaria.
Y me ha oído. Lo sé.
Ahora que me acuerdo, el tío va a entregar los diplomas de la graduación. Puede que haya tenido que ir a Vancouver para algo relacionado con la ceremonia. Por eso está aquí: le cogería de paso de vuelta a Seattle. No es más que una desafortunada coincidencia.
Solo es un cliente más. Menos mal.
Me paro junto a la sección de bridas con una sonrisa inmensa.
—Es aquí —hago obvio lo evidente.
Él desliza los dedos por las cajas de la estantería, se inclina y coge una.
—Estas me irán bien —dice en voz baja.
—¿Algo más? —pregunto, ahora ya más relajada.
—Quisiera cinta adhesiva.
—Por aquí. Están en el pasillo de decoración.
Giro sobre los talones.
—Por si se lo está preguntando, no estoy decorando la casa —añade mientras me sigue.
—Ah… —Echo una mirada por encima del hombro—. ¿Okay?
Nunca hubiera hecho tal deducción a partir de bridas para cables y cinta adhesiva, la verdad. A menos que quiera decorar la casa estilo Art Attack. Poniendo especial énfasis en el Attack.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —me pregunta entonces. Tiene la voz tan grave que la siento vibrar por detrás de las costillas. Y eso mola, en realidad.
—Cuatro años.
Me paro al inicio del pasillo y sonrío.
—Aquí es —Hago un gesto de la mano para cederle el paso—, abajo a su izquierda.
¡Muajajaja! Terreno recuperado. Mi TOC ya puede descansar más tranquilo.
—¿Podría enseñarme qué medidas tienen? —pregunta, cortés.
No ha aceptado mi invitación para pasar. En su lugar me mira con esa sonrisa afilada por el lado izquierdo y los ojos entornados. Y me doy cuenta de que se ha dado cuenta.
—Bueno, tenía que intentarlo —suspiro, encogiéndome de hombros.
—Me habría decepcionado si no lo hubiera hecho, señorita Dioica. —Se ríe.
—Realmente tiene usted un problema con el control, señor Grey —le digo, casi riéndome también. ¿Qué puedo decir? Me gusta cuando la gente se ríe.
—No sabe hasta qué punto. —Y vuelve a usar esa voz que hace que la situación ya no tenga ni puta gracia.
Puede que sean todo imaginaciones mías. Si me concentro, por debajo puedo ver que en realidad no tiene la sonrisa afilada. Solo lo parece.
Me vendría bien un punto de referencia ahora mismo. Tengo que averiguar si Zarza va a mi misma universidad o no finalmente.
Me agacho y cojo las dos medidas de cinta adhesiva que tenemos.
—Me llevaré esta —dice Grey golpeando suavemente el rollo de cinta que le tiendo.
Cuando sus dedos me rozan, puedo oír el chispazo.
Doy un grito y la cinta adhesiva sale volando.
—Mierda —mascullo, agarrándome la mano electrocutada con la mano sana—. ¡Joder!
Sacudo la mano y me meto el dedo en la boca.
—Mierda —vuelvo a mascullar, ahora con la boca llena.
La cinta rueda hasta los pies de él.
—¿Se encuentra bien? —Se inclina hacia mí, los ojos muy abiertos.
Ya no sonríe, y lo agradezco. Aunque agradezco mucho más el hecho de que su mano se detenga a cinco centímetros de mi hombro, no voy a mentir.
—Lo lamento. No sé qué ha pasado.
Yo sí lo sé. Tengo un puto problema.
—No se preocupe, no es culpa suya. Tengo la asombrosa habilidad de ser capaz de electrocutarme a mí misma con un trozo de madera. —Todavía me aprieto los dedos con la mano ilesa—. Dios, eso ha dolido —gimo en voz baja para mí misma—. ¿Necesita algo más? —le pregunto mientras me agacho a recoger la cinta adhesiva.
Cuando levanto la vista, él tiene los ojos muy oscuros.
—Un poco de cuerda. —Su voz suena ronca desde las alturas.
Por algún motivo, casi suena como una amenaza.
Se me eriza la nuca. Me incorporo.
—Por aquí —me las arreglo para vocalizar.
Le conduzco al siguiente pasillo sin que ninguno añada nada más.
—¿Qué tipo de cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable…
—Cinco metros de la de fibra natural, por favor —me corta, la voz más ronca aún si cabe.
—Okay.
Mido rápidamente la cuerda con mi pulso habitual de tocar panderetas, concentrándome en no desbaratar la bobina entera. Puedo sentir la mirada fija del tipo en mi nuca.
Me las apaño para cortar la cuerda sin llevarme un dedo en el proceso. La enrollo con cuidado y la anudo. Se la tiendo.
—¿Iba usted a las scouts? —me pregunta frunciendo los labios, divertido.
Le miro sin comprender, la cinta aún en la mano, sujeta precavidamente por un extremo para que su mano no tenga que estar ni remotamente cerca de la mía cuando la coja. Aunque, conociéndome, soy capaz de electrocutarme con la cuerda como conductor…
—El nudo —me hace notar.
—Ah. No. Lo aprendí aquí. —Y lo que me costó asimilar la dirección del movimiento—. Los nudos no son lo mío.
Arquea una ceja.
—¿Qué es lo suyo, Urtica? —me pregunta en voz baja con su horripilante sonrisa hambrienta.
Estupendo. Ahora pensará hacerme todas las preguntas que no le dejé hacer el otro día. Pensé que me había librado. Y el contexto no está a mi favor en esta ocasión. Se supone que no debo ser borde con los clientes.
Él sigue mirándome, esperando una respuesta.
—Los libros —contesto a regañadientes—. ¿Necesita algo más?
—¿Qué tipo de libros? —me pregunta ladeando la cabeza.
Ahora mismo me leería cualquier libro que me dijese qué más tengo que venderte para que te marches ya.
—De todo un poco. Sobre todo literatura basura.
Se frota la barbilla con el índice y el pulgar considerando mi respuesta.
—¿Necesita algo más? —insisto.
Todavía tarda otros cinco segundos en responder.
—No lo sé. ¿Qué me recomendaría?
WTF? Yo qué sé, tío. Ni siquiera me has dicho qué vas a hacer.
Me limito a mirarle, sin saber qué contestar que no implique ser grosera. Él parece estar disfrutando con la situación y me devuelve una mirada burlona.
El silencio se alarga.
—¿Un mono de trabajo? —pruebo, comenzando a sentirme ligeramente perdida en todo esto.
Vuelve a alzar una ceja, divertido.
—¿Me lo sugiere o me lo pregunta?
Carraspeo.
—Se lo… ¿pregunto? —Parpadeo para más efecto dramático—. No sé lo que va a hacer, así que no sé lo que puede necesitar. Pero imagino que si es algo sucio no querrá que se le estropee la ropa.
—Siempre puedo quitármela —me contesta sonriendo.
Adiós.
—Bueno, yo no se lo recomendaría: si está trabajando con pistola térmica o con cables pelados puede hacerse daño.
Ahora es su turno de quedárseme mirando. Entonces se empieza a reír, las carcajadas vibrándole en la garganta.
Me lleva unos segundos entender que era una broma.
—Ah. —Me rasco la cabeza con una sonrisa culpable en los labios—. No lo había pillado. Lo siento.
A nadie se le ocurriría desvestirse para hacer bricolaje, claro.
—Me llevaré un mono de trabajo —contesta finalmente, una vez que ha conseguido serenarse—. No vaya a ser que se me estropee la ropa —añade. Y el hombre realmente tiene la mala manía de mirar muy fijamente.
Cambiamos de pasillo y le consigo un mono azul.
—¿Necesita algo más?
—¿Cómo va el artículo?
¿Es que no te vas a ir nunca?
Cambio el pie de peso.
—Lo cierto es que no lo sé: no soy yo quien lo está escribiendo, es mi compañera —le recuerdo. Y ahora podría ser el momento de decir algo a favor de Kate, que no quede como una pobre incompetente poco profesional—. Ella es la editora de la revista, quedó muy contenta con la entrevista a pesar de que lamenta no haber podido ir ella en persona a hacérsela. Lo único que le preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.
—¿Qué tipo de fotografías quiere?
Mierda. Ya la he cagado.
—Pues… la verdad es que no lo sé. No especificó.
—Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana…
No termina la frase. Me obligo a hacer contacto visual.
—Quizá mañana… ¿qué? —Parpadeo.
—Quizá mañana podríamos organizar una sesión de fotos.
Le sigo mirando.
—Ah.
Kate me matará si le digo que el tipo me ha ofrecido tal cosa y yo he dicho que no gracias. Puerros.
—Kate estará encantada… si encontramos a un fotógrafo.
—Dígame algo mañana. —Mete la mano en el bolsillo trasero y saca la cartera—. Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tendría que llamarme antes de las diez de la mañana.
—Muy bien. Se lo diré a Kate —enfatizo con una sonrisa.
—¡Ortiga!
Desde el otro lado del pasillo se asoma uno de los hijos del sueño de la ferretería. No me acuerdo de su nombre. Hacía mucho que no le veía.
¿Me llama porque necesita algo?
—Discúlpeme un momento, señor Grey.
Grey frunce el ceño mientras me vuelvo.
—Hola, ¿qué…?
El chico me engancha y me da un abrazo, pillándome completamente desprevenida.
—¡Ortiga, cuánto me alegro de verte! —exclama.
Suéltame, por Dios. No sé ni cómo te llamas. Córtate un poco.
—Ah… Sí. ¿Cómo estás?
—Bien. He venido por el cumpleaños de mi hermano. Estás muy guapa, Ortiga, muy guapa.
Ya...
Sonríe y se aparta un poco para observarme. Ni siquiera sé de qué me habla. Tampoco me acuerdo de cómo se llama su hermano, mucho menos de que su cumpleaños es ahora. Entonces por fin me suelta, pero deja un brazo por encima de mis hombros, con lo que me veo obligada a apartarme de manera poco delicada.
Odio cuando la gente se cree con derecho a ser físicamente demasiado cercana. Encima no puedes toserles porque se supone que están «siendo simpáticos».
Ortiga, no bufes, por favor.
—Estoy con un cliente. ¿Necesitas algo?
Grey nos observa atentamente desde el otro extremo del pasillo.
—No puede ser —musita mi amable agresor número dos del día de hoy—. ¿No es ese el famoso Christian Grey? ¿El de Grey Enterprises Holdings?
—Eh… ¿intuyo que sí? —contesto, no muy segura.
Pero el chico ya no me escucha. Avanza a zancadas largas hasta mi no tan amable agresor número uno del día y le tiende una mano.
—Paul Clayton —se presenta—. La tienda es de mi familia. ¿Puedo ayudarle en algo?
El otro le toma la mano con educación.
—Se ha ocupado Urtica, señor Clayton. Ha sido muy atenta.
Bueno, parece que al menos he dado el pego. Es una pequeña victoria, dadas las circunstancias.
—Estupendo —le responde Paul—. Nos vemos luego, Ortiga.
—Ah, sí.
Al menos ya sé su nombre. Lo habré olvidado de nuevo dentro de otros cinco minutos, pero me da igual: pienso contar esto como la segunda pequeña victoria del día.
Lo observo desaparecer hacia el almacén antes de volverme.
—¿Algo más, señor Grey?
—Nada más —responde, seco.
Gracias al cielo.
Nos encaminamos hacia la caja en silencio, donde paso los artículos por el lector.
—Serán cuarenta y tres dólares, por favor.
Él continúa ejercitando su manía de mirar fijamente en silencio mientras me tiende una tarjeta de crédito.
Me pone de los nervios.
—¿Quiere una bolsa?
—Sí, gracias, Urtica.
¿Por qué? ¿Por qué sigues aquí? Quiero llegar a mi casa, encerrarme en mi cuarto y fingir que el mundo no existe. ¿Es tanto pedir?
Meto deprisa lo que ha comprado en una bolsa de plástico.
—Ya me llamará si quiere que haga la sesión de fotos.
Asiento y le devuelvo la tarjeta de crédito.
—Bien. Hasta mañana, quizá. —Se vuelve para marcharse, pero se detiene—. Ah, una cosa, Urtica… Me alegro de que la señorita Kavanagh no pudiera hacerme la entrevista.
Y por fin se larga.
Nunca, jamás de los jamases, pienso volver a hacerle un favor de este tipo a Kate.
Nunca.
Fan art cortesía de Camino F., de El Club de los Migueles. |
¡Hola!
ResponderEliminarSiguiendo la línea habitual no he podido parar de reir. No hago más que imaginar a una Ortiga mental braceando mientras grita "¡NO, NO, NO! ¡ALEJATE! ¡NO ME TOQUES! ¡NO TE ACERQUES! ¡NO, NO, NO!"
Además me encantan las referencias a Zarza y que Ortiga no sepa ni dónde vive ni dónde estudia.
Aunque ya se lo dije en persona, lo digo también por aquí: Camino, me encanta el dibujo. ¡Haz más!
(Dibujo que, por cierto, ahora me pertenece porque ella lo tira todo y yo tengo Síndrome de Diógenes. Nos complementamos bien.)
¡Quiero más! ¡Es como una droga!
Muff.
¡Holaaa! ¡Hemos vueltooo!
ResponderEliminarMe encanta. No puedo prometer no seguir haciendo fanarts si no dejáis de hacer fanfics tan geniales (¡gracias por ponerlo! ¡HOLA, MUNDO, SOY FAMOSA, SALGO EN EL BLOG DE LAS MALAS HIERBAS! :D).
Porque son geniales. En mi imaginación todo es demasiado vívido y te veo con cara de "Oh, fuck, nope, aléjate, déjame, MUY CERCA", Ortiga, mientras que los demás en plan "*corazones en los ojos* OH, ORTIGA, TE AMAMOS, QUIÉRENOS, SEREMOS TUS SEMPAIS".
... no creo que me esté pasando. Prácticamente es lo que están haciendo (menudos pesados).
Esperaré la siguiente entrega comiendo palomitas. También me haré con unas cuantas provisiones, por si acaso.
¡Besos!
Camino.
Hola ortiga.
ResponderEliminarJajaja. La verdad está ingenioso tu fanfic y muy divertido. Y una pregunta, ¿En que demonios trabaja Grey? Nunca me quedó claro lo que hacia cuando leí el libro. O soy distraída o no lo especifican, o en el mayor de los casos no me interesó. Ah, me maté de la risa con: ¿Qué tipo de libros? De todo un poco. Sobre todo literatura basura. Jeje, sigue escribiéndolo. Soy tu fan.
¡Saludos!
¡Hola!
ResponderEliminarNO me he leído el libro, creo que ya lo dije. Bueno, me estoy haciendo a la idea de cómo es (supongo que más moñas) y solo digo que este fic promete.
Me encanta el realismo. Sí, el tío parece un stalker. Yo llamaría a la policía si hace algo raro. Qué cosas no nos pintan en los libros, ¿no? También está guay la conversación vía mensajes que tienes con Zarza y eso de no saber dónde vives. ¡Sigue así!
Bueno, hasta la próxima entrada.
Ate, A.
Cómo se nota que leí los primeros caps. del original por arriba, porque no recuerdo nada de todo esto :P Supongo que no me pierdo de nada :PP
ResponderEliminarPor cierto, me mata el crossover con Zarza!!
"Tú dile que estoy en camino O.O"
XDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDD
Cómo me he reído de nuevo. Cuando él dijo que podía quitarse la ropa y a eso, en vez de la narración de un cerebro femenino explotando por las fantasías sexuales, lo único que apareció en el renglón fue "Adiós", no pude aguantar la carcajada. Esto es genial.
ResponderEliminarAhora, la mala noticia es que yo también los empiezo a shippear, Ortiga. Lo siento, pero serían una pareja diviiina para una serie de tv xDDDD
Ya me confundí, ¿ella vive en Canadá y él en Seattle? *corre a mirar un mapa también*
Muero por ver más de ese crossover con Zarza.
los personajes son más interesantes cuando escribes tú :3
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