A partir de este punto, esto ya se despega de la historia original. Como os podréis imaginar, no había manera humana que mi personaje se fuese a despertar a la mañana siguiente en la habitación de hotel de él sin saber cómo ha llegado hasta allí, y encima sin pantalones. Lo siguiente hubiese sido un largo proceso judicial que no tendría ninguna gracia.
Como ya os avisé, no prometo que vaya a haber más entregas, así que ¡disfrutadlo mientras dura!
5
Me despierto sobresaltada cuando oigo abrirse la puerta de nuevo. Debo de haberme quedado dormida, pero no pueden haber pasado más de cinco minutos.
—Ah —gimo cuando el respaldo me presiona la parte de atrás de la cabeza, donde me di el golpe contra la pared.
Me llevo la mano de manera instintiva a la zona dolorida, pero eso solo lo hace peor.
—Uuuuuh… —Me inclino hacia adelante.
—¿Urtica, qué sucede? —Grey, ya sentado en el asiento del conductor, se inclina hacia mí sobre el freno de mano.
Su voz suena como un trueno en mi cabeza y lo hace todo aún peor. Vuelvo a gemir lastimeramente.
—No tan alto —suplico.
Supongo que se fija en dónde tengo las manos, porque lo siguiente que noto es que me las está apartando con delicadeza.
—Déjame ver —susurra, pero suena igual de autoritario que siempre. Y masculla—. Mierda, Ortiga.
Palpa con los dedos la zona hinchada, apartándome el pelo con delicadeza. Yo me muerdo el labio inferior para no hacer ningún ruido. Tengo la frente casi sobre el salpicadero.
—¿Por qué no me has dicho que te habías golpeado tan fuerte? —Sigue susurrando, pero de todas formas suena muy enfadado—. Podrías tener una conmoción. ¿Sientes rigidez en el cuello?
Intento centrarme en lo que me dice para sacarle sentido. La verdad es que estoy tan agarrotada en general que es difícil de saber.
—Creo… que no —decido al cabo de un momento.
Sus manos abandonan por fin mi cabeza y saca el teléfono.
—Sí. Sé que es tarde —dice—. Tengo que hacerte una consulta. No, Elliot y yo estamos bien.
Cruzo los brazos sobre el salpicadero y apoyo definitivamente la frente.
—Un golpe en la parte posterior de la cabeza. La zona está inflamada, pero no hay sangre. No, está consciente. No. Sí. Una vez. Sí. ¿Y en un hospital…? —Se sucede un largo silencio de explicaciones al otro lado de la línea—. Muy bien. Muy bien. Gracias.
Cuelga.
Noto su mano sobre la nuca.
—¿Urtica?
Gimo débilmente para demostrar que sigo despierta.
—Necesito que te incorpores para poder ponerte el cinturón.
—No quiero… un hospital —me quejo.
—Voy a llevarte a casa, pero primero necesito ponerte el cinturón —dice una vez más, con paciencia—. ¿Sabes dónde estás?
Me incorporo con cuidado, el ceño fruncido para intentar mantener la jaqueca bajo control.
—¿Dónde estoy? —repito sin comprender.
—Sí. Quiero que me digas dónde estás.
—¿En tu coche? —musito.
—¿Me lo estás preguntando? —Me mira muy seriamente.
—Estoy en tu coche —digo con algo más de seguridad.
—¿Tienes Paracetamol?
—En casa.
—Bien.
Hace ademán de inclinarse sobre mí para alcanzar el cinturón, pero me adelanto y lo cojo yo misma. Le oigo resoplar y retirarse hacia su propio asiento.
Palpo a ciegas con la mano izquierda en busca de dónde abrochar la hebilla, pero no lo encuentro.
Quiero cortarme la cabeza.
Le oigo resoplar una segunda vez.
—¿Podrías no ser tan cabezota durante cinco minutos y dejar que me ocupe de ti?
No espera mi respuesta antes de apartar mis manos, sin brusquedad pero con firmeza, y abrochar el cinturón él mismo. Tras comprobar que lo tengo bien ajustado, cierra la puerta de su lado y se abrocha el suyo.
Pone la llave en el contacto y hunde el freno de mano. El rugido del motor me arranca una mueca. Fijo la vista en su mano izquierda crispada sobre el volante mientras empieza a dar marcha atrás.
—Si fueras mía —gruñe— me aseguraría de enseñarte cuándo ceder.
Es mucho más fácil encontrar el enganche cuando puedo seguir la banda del cinturón con la mano. Un pitido empieza a sonar en cuanto lo desabrocho.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta alarmado, deteniendo el coche en el acto.
Paso la mano por la puerta y por un milagro logro localizar el tirador con los ojos entrecerrados.
—¿Dónde vas?
—¡Voy a coger un taxi! —Mi propia voz me atraviesa el cerebro como un sacacorchos.
—No —contesta simplemente, y su torso ocupa mi reducido campo de visión cuando se inclina sobre mí y vuelve a cerrar de un portazo.
El seguro lanza un chasquido al bloquearse la puerta. Doy un puñetazo contra el plástico. Y me hago daño.
—Déjame salir —exijo.
—No vas a ir a ninguna parte en el estado en el que estás.
—¡Y deja de darme órdenes! —le grito.
Tengo que cogerme la cabeza con ambas manos para intentar mantener la compostura.
—Urtica, estás siendo poco razonable —dice con dureza.
—Y tú estás extralimitándote. —Giro el cuello para poder mirarle—. «Si fueras mía te enseñaría…». No soy un puto perro, no te atrevas a hablarme de esa manera.
Estoy muy alterada, el corazón me bombea a toda velocidad y eso no le hace ningún bien a mi cabeza. Aprieto los párpados, y las manos contra las sienes.
—Urtica, si no te calmas voy a tener que… —Casi puedo oírle rechinar los dientes—. Si no te calmas sí va a hacer falta que te lleve a un hospital.
Respiro hondo.
—Deja que te lleve a casa —dice con más suavidad, y al cabo de un instante añade—. Por favor.
—Abre la puerta.
El pitido que avisa de que mi cinturón está desabrochado sigue clavándoseme en las sienes.
—¿Vas a salir? —pregunta, pero suena más preocupado que autoritario ahora.
—Eso es decisión mía.
Pasan tres pitidos más antes de que se oiga el chasquido del seguro.
Respiro hondo otra vez y me incorporo con cuidado. Con una mano agarro el cinturón y esta vez sí consigo abrocharlo. El pitido por fin cesa.
Grey deja escapar por la boca todo el aire que había estado reteniendo y el coche vuelve a ponerse en marcha. Ninguno decimos nada.
—————————
—Urtica.
Noto una mano en el hombro. Me dolerían las uñas si tuvieran terminaciones nerviosas. Gracias a Dios de nuevo porque no soy un perro.
—Urtica —repite la voz mientras me sacude suavemente.
Por todo el oro del mundo no sería capaz de abrir los ojos. ¿Cuánto he dormido? ¿Sigo en el coche? No puede ser: estoy tumbada. ¿Qué hora es?
—Nos vamos al hospital ahora mismo.
Abro los ojos de golpe al tiempo que noto cómo un brazo se desliza bajo mi cabeza.
—¡Estoy despierta! —casi grito con la voz áspera de sueño.
Aún es de noche. Reconozco mi habitación bajo la luz suave que se filtra por la ventana. Christian Grey está inclinado sobre mi cama, a punto de quitarme las sábanas con la mano que aún le queda libre.
—Estoy despierta —repito, y empujo con una mano el brazo que me ha pasado por debajo del cuello.
Él cede.
—¿Sabes dónde estás?
—En mi apartamento —murmuro resignada, haciéndome un ovillo aún más pequeño sobre la cama.
—¿Cómo me llamo?
Quizá debería haberle pedido que me llevase al hospital después de todo. Aunque supongo que allí también me hubieran hecho esto. Hay un método de tortura que consiste en no permitir que el prisionero duerma. Siempre me pareció una cosa terriblemente cruel.
—¿Dónde está Kate? —gimo, girando la cabeza para enterrar la cara en la almohada—. Dijiste que te quedarías solo hasta que regresase Kate —continúo contra la tela.
—Conociendo a mi hermano, me temo que la señorita Kavanagh probablemente no regrese hasta el mediodía. Ni siquiera creo que haya visto tus llamadas perdidas.
Mis doce llamadas perdidas. No estoy exagerando.
Gimo de nuevo. Él me aprieta el hombro con suavidad.
—Urtica, dime cómo me llamo y así ambos podremos dormir un poco más.
Suena de verdad cansado. Desentierro la cara para poder mirarle compasivamente.
—Te prometo que esto no es necesario —le aseguro—. Me encuentro bien. ¿Por qué nos torturas a ambos?
—Ya te he dicho que encontrarte bien no es garantía de nada. Un golpe en la cabeza puede ser serio. ¿Cómo me llamo? Nombre y apellido.
Le miro con atención. ¿Por qué está aquí? No me conoce de nada. Y se está comportando de manera sorprendentemente equilibrada y razonable teniendo en cuenta antecedentes.
—Christian Grey.
Me suelta el hombro y se incorpora.
—Volveré dentro de otras tres horas.
Se encamina hacia la puerta y la abre.
—Christian —le llamo antes de que salga. Su cara se vuelve hacia mí a contraluz—. Gracias.
—Duerme. —Puedo oír la sonrisa en su voz.
Demasiado comedido había estado.
Cuando la puerta se cierra, por fin puedo volver a cerrar los ojos.
———————
Entre el momento en el que me despierto y el que reúno el valor, o la determinación, para apartar las sábanas e incorporarme pasa más de media hora. Aun con todo, me siento de un sorprendente buen humor teniendo en cuenta que siento el cuerpo como si alguien me hubiese troceado y luego recosido los cachos con poco acierto.
Bajo los pies al suelo y arrugo la nariz. Algo apesta. Y con «algo» quiero decir yo. Humo, alcohol, vómito y prefiero no saber qué más.
—Ropa y ducha, ropa y ducha, ropa y ducha —canturreo en voz baja mientras saco unas cuantas cosas de un cajón.
Saco precavidamente la cabeza al pasillo y compruebo que no hay moros en la costa antes de deslizarme hasta el baño y correr el pestillo. Dejo la ropa sobre una silla.
—¡Coño! —exclamo del susto cuando mi reflejo en el espejo capta mi atención.
Me llevo las manos con precaución al enorme moretón que tengo en mitad de la frente. Entonces veo los moratones de la mano derecha: uno sobre el canto de la mano, otro sobre la palma y otro como la sombra casi perfecta de unos dedos sobre la muñeca.
Suspiro.
—Joder. Ni que fueras de porcelana, querida.
A continuación me palpo con delicadeza el inmenso chichón que tengo en la parte de atrás de la cabeza. Quizá y solo quizá me atreva a lavarme el pelo. Tiro de un mechón para intentar olerlo, pero lo tengo demasiado corto y no llego.
—No, no. Tenemos que lavarnos el pelo. Qué asco.
Apoyo las manos sobre el lavabo con gesto dramático.
— Ortiga, no es por deprimirte, pero pareces una mujer maltratada —le confieso a mi reflejo—. Bueno. ¡Vamos!
Doy una palmada con determinación. Y me hago daño.
—¡Ayyyy! —lloriqueo lastimeramente yo sola.
Veinte minutos más tarde, ya vestida y con el pelo mojado, abro la puerta del baño. Sostengo el pijama sucio en una mano y me encamino de vuelta a mi habitación: abro la ventana, quito las sábanas de la cama y las junto con el pijama y la ropa vomitada de la noche, lo meto todo en el cesto de la ropa sucia y lo dejo junto a la puerta antes de volver a salir del cuarto. Tendré que bajar a hacer hoy la colada.
En el salón, el sillón está vacío. Las sábanas y la almohada de invitados están pulcramente dobladas y colocadas sobre el respaldo. Están tan lisas y perfectas que me dan ganas de pasar la mano por encima. Kate no es tan ordenada.
Me lo encuentro sentado a la mesa de la cocina leyendo el periódico.
—Buenos días —saluda. Lleva la ropa de la noche anterior, claro.
—Buenos días.
Me lo quedo mirando parada en el vano de la puerta. Le veo fruncir el ceño ante mi pelo mojado. Su mirada baja por mi cara y a continuación se fija en mi brazo derecho. Su semblante se va poniendo más y más oscuro.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor. ¿De dónde has sacado ese periódico?
¿Cómo ha hecho para salir y volver a entrar en la casa sin llaves? ¡¿No tendrá llaves?!
—He mandado a Taylor a hacer algunos recados —contesta.
Estoy segura de que mi suspiro mental de alivio es audible.
—¿Qué tal está tu cabeza?
—Duele menos.
Pliega el periódico y lo deja sobre la mesa antes de levantarse y venir hasta mí. Retrocedería, pero esta vez opto por quedarme plantada en el sitio con propósito desafiante (aunque sospecho que a él no le queda muy claro). Me coge la mano magullada con delicadeza y la levanta para poder verla mejor.
—No es tan malo como parece —le digo mientras me rasco distraídamente la nuca, renunciando a mi breve intento intimidatorio.
Creo que tendré que crecer unos centímetros más si quiero resultar más amenazante. Unos veinte deberían ser suficientes.
Le veo levantar un ceja.
—¿Qué hay de esto? —rebate levantando una de sus grandes manos y pasándome el pulgar por el cardenal de la frente.
Retrocedo un poco, pero mi brazo no es muy largo. Por suerte él no insiste.
—Bueno, técnicamente, ese me lo hice yo.
Contra la nariz de cierto gilipollas.
—Pero este no —agrega bajando de nuevo la vista a mi mano, la marca de los dedos es bien visible sobre la muñeca.
—No me di cuenta de que me estaba apretando tan fuerte —admito—, pero también es cierto que a mí me salen cardenales con mirarme, así que puede que de hecho no me estuviese apretando tan fuerte. En todo caso, sin duda esto va a hacer mi denuncia mucho más sencilla.
Recupero mi brazo con cuidado y rodeo a Grey para poder ir a abrir la nevera.
—Bueno, la próxima vez que no te apriete tan fuerte quizá alguien debería enseñarle modales.
¿Te refieres a intentar romperle la nariz de un cabezazo y luego por poco liarse a puñetazo limpio con él? Probablemente ya se hace una idea. Si no, tengo la esperanza de que la policía se lo termine de dejar claro.
—Parece que eres muy partidario de la disciplina. —Me giro de nuevo hacia él con un cartón de leche en la mano.
—Oh, Urtica, no sabes cuánto.
Cierra un poco los ojos y se ríe.
—Ah, yo también —contesto con una sonrisa sincera. Me mira y de repente se le corta la risa, parece casi abochornado—. ¿Qué pasa?
Para una cosa en la que coincido con él.
Saco un vaso y me siento a la mesa. Entonces caigo en la cuenta de que no estoy siendo una buena anfitriona.
—Perdona, ¿quieres algo?
—Me gustaría ducharme primero.
—Oh, claro. —Me pongo en pie—. Ven, te daré una toalla.
—No es necesario. —Se inclina sobre el borde de la mesa y levanta un bolsa—. Tengo todo lo que necesito.
—Tu chófer.
Asiente con la cabeza.
—Entonces… ya sabes dónde está el baño —afirmo mientras vierto algo de leche.
Le veo desaparecer por el pasillo y oigo cerrarse la puerta del baño. Suspiro.
¿Dónde está Kate?
Me bebo la leche fría a sorbitos sosteniendo el vaso con ambas manos.
Entonces me fijo en el paquete con los libros que me llegaron ayer está sobre la encimera, al lado de la pila. Me acerco y abro el envoltorio de nuevo con una mano.
—Se los tengo que devolver.
Suena el timbre y del susto termino con ambos brazos cubiertos de leche. Los carísimos libros, gracias al cielo, se salvan por los pelos.
—¡Mierda!
Dejo el vaso en la pila y agarro rápidamente un par de servilletas para secarme. Me acerco cautelosamente a la puerta de entrada.
Los telefonillos son como los hermanos cabrones de los teléfonos.
—Yo no estoy esperando a nadie —mascullo con recelo.
Aprieto el botón del intercomunicador.
—¿Sí?
Una voz muy animada dice una frase muy rápida de la que sólo entiendo las palabras «entrega» y «café».
—Creo que se ha equi…
—Suba —ordena Grey, su cabeza por encima de la mía, y aprieta el botón para abrir el portal, el brazo aún brillante de humedad.
Casi se me para el corazón. Me llevo una mano al pecho. No le había oído acercarse. Está justo detrás de mí como si se hubiera materializado. Mojado.
Miro por encima de mi hombro.
En toalla.
Salgo del hueco en el que me ha encajonado entre su cuerpo y la pared.
—¿Es necesario que te pasees desnudo por mi casa? —le pregunto, tapándome los ojos con una mano.
Esta vez sí puedo notar la cara ardiéndome de vergüenza (ajena y propia). Le oigo reírse con su voz grave.
—Hablo en serio.
—Aparentemente sí es necesario. Estabas a punto de devolver nuestro desayuno.
—¿Nuestro desayuno?
Se hace un silencio. Cuando entreabro los dedos para ver qué está pasando él ha desaparecido, pero regresa al cabo de diez segundos abrochándose la camisa sobre el pecho.
—Ya puedes mirar, Urtica —se regodea.
Aprovecho para fulminarle con la mirada.
Suena el timbre de la puerta y abre él mismo. Saca del bolsillo trasero su cartera y despacha al repartidor con su despiadada eficiencia habitual. Ni por favor ni gracias.
—Hablando de modales —rezongo de vuelta hacia la cocina.
Oigo cerrarse la puerta principal y Grey sigue mis pasos. Lleva una bandeja con dos vasos de cartón cubiertos y una bolsa grande de papel.
—Esta está siendo una visita muy divertida —dice. Sigue riéndose de mí, el muy imbécil—. Tardaré en olvidarla.
Deja el desayuno sobre la mesa.
—Aunque a juzgar por los productos masculinos que la señorita Kavanagh tiene en el baño —Está intentando sonar casual, pero no le sale— hubiera esperado que estuvieras más acostumbrada a ver hombres recién duchados caminando por la casa, Urtica.
—No entiendo. — Le miro.
Hay algo acusador en su voz, aunque no estoy segura de hacia qué sujeto. Empieza a sacar cosas de la enorme bolsa de papel.
—El champú y el desodorante de hombre que hay en el cuarto de baño.
—Ah, eso. Son míos.
Me mira con los ojos entrecerrados un instante. Un músculo se tensa en su mandíbula, pero sigue sacando cajas y repartiéndolas por la mesa.
—¿Traes muchos hombres a tu apartamento? —pregunta al cabo de un instante.
Oh. Decir que sí sería tan tentador en este caso. Solo por joder (no literalmente).
—No. —Pero en mi caso decir la verdad suele ser infinitamente más divertido—. El champú y el desodorante son *míos* —insisto—. *Yo* los uso.
Entonces sí detiene su movimiento. Clava sus ojos en los míos. Su cara requiere una foto, pero no tengo cámara.
¿Ortiga?: no te rías.
—Tuyos.
—Sí.
Puedo ver que está luchando por mantener los papeles y una cara de poker.
—¿Por qué?
—Los desodorantes para mujer tienen la inquietante manía de oler a fruta y cosas dulces —contesto con serenidad. Me acerco a la mesa y me siento—. Me hacen sentir como que soy el postre.
Le oigo tomar aire por la nariz.
Varias de las cajas huelen muy fuerte a chocolate. Yo también lo noto. Y las quiero.
—Vamos a desayunar —ataja él, la voz súbitamente grave.
Pero no se mueve. Me está mirando fijamente con ojos oscuros. Tiene la cabeza ladeada y esta vez no sonríe.
¿Qué le pasa ahora?
Le devuelvo una mirada interrogativa y finalmente él se pasa una mano por la cara.
—Realmente no te das cuenta de las cosas que dices, Urtica.
Creo que me he perdido algo.
¿Esto significa que no vamos a desayunar?
Por fin él vuelve su atención hacia las cajas cerradas. Agarra la más cercana y la abre. Tras un momento de duda, yo sigo su ejemplo.
—No sabía lo que te gusta, así que he pedido un poco de todo. —Me dedica una media sonrisa a modo de disculpa.
—Eres un despilfarrador —murmuro.
Hay tantas cosas que no sé dónde mirar. Y el olor a chocolate me desconcentra.
—Lo soy —dice en tono culpable.
Me pone delante un vaso humeante.
¡Leche!
—Cásate conmigo —me declaro, muy seria.
Él me mira con sorpresa.
Oh.
—¿Lo he dicho en voz alta? —Me río—. Lo siento, hablaba con la leche.
Cojo el vaso con ambas manos, lo destapo y hundo la nariz. Suspiro de gusto.
Él se ríe, por una vez con una risa claramente sincera.
—Eres una mujer fácil de contentar, Urtica.
—Lo soy —confirmo con una sonrisa feliz, y le doy un sorbito a la leche.
Me pone delante una magdalena con arándanos.
¡Magdalena!
Él se ha pedido un café.
—Tienes el pelo muy mojado —dice entonces.
—Precisamente lo llevo corto para no tener que secármelo.
—No deberías habértelo lavado. Con la cabeza como la tienes, ha sido una imprudencia.
Bufo.
—¿Ya vas a empezar a echarme la bronca otra vez? Pensé que esto lo habíamos dejado claro.
Cuando menos te lo esperes, te regalaré un perro.
Muerdo mi magdalena.
Todos seremos mucho más felices. Afortunadamente, incluido el perro.
Grey aprieta los labios, pero no dice nada más. Yo sigo masticando felizmente.
—Gracias por el desayuno, por cierto —le digo cuando trago.
Definitivamente, soy una anfitriona espantosa. Incluso Sheldon Cooper me echaría la bronca.
—Es un placer, Urtica. Me gusta verte sonreír.
Oh, pues… Mierda.
Me quedo mirando la magdalena mordida. Ese tipo de frases no suelen presagiar nada bueno. ¿Qué se supone que debo contestar?
—¿Sabes? Deberías aprender a encajar los piropos —me dice en tono fustigador.
O no.
—Debería darte algo de dinero por el desayuno —cambio indolentemente de tema.
Me mira como si estuviera ofendiéndolo. Sigo hablando, no sea que se dé cuenta de mi estratagema.
—Los libros te los tengo que devolver. Están ahí en la encimera. Pero la comida, al menos, déjame que pague mi parte.
—Los libros son tuyos y no voy a permitir que pagues el desayuno. Urtica, puedo permitírmelo, créeme.
—Ya sé que puede permitírtelo. Pero yo también estoy comiendo. ¿Por qué tienes que pagar tú todo?
—Porque puedo.
Sus ojos despiden un destello malicioso.
—Porque quieres.
Porque parece ser que lo necesitas patológicamente. Cosa que deberías hacerte mirar, en mi humilde opinión.
—Porque quiero —confirma.
No sé muy bien por qué, pero de repente me da la sensación de que estamos hablando de otra cosa y no sé de qué.
—¿Por qué me mandaste los libros, Christian? —procuro reencauzar la conversación.
Deja su café sobre la mesa y me mira fijamente.
—Bueno, cuando casi te atropelló el ciclista… y yo te sujetaba entre mis brazos y
me mirabas diciéndome: «Bésame, bésame, Christian»…
Y, en ese preciso instante, le baño. Literalmente.
Toda la leche que tenía en la boca en ese momento acaba sobre su cara y la parte superior de su camisa. Mientras él se queda en shock, yo empiezo a toser descontroladamente, los ojos empañados en lágrimas de lo mucho que pica el líquido en la nariz.
Para empeorarlo todo, la risa no ayuda.
—Que yo… dije… Ah… —jadeo entre toses, buscando a ciegas una servilleta. Las carcajadas se me mezclan con estertores—. Que yo… dije…
Empujo la silla hacia atrás para poder doblarme hacia adelante. Casi no consigo tomar aire, así que la situación pierde rápido toda la gracia mientras intento desesperadamente hacer que el aire vuelva a entrar en mis pulmones y el líquido salga. Por un momento, con la cabeza casi entre las rodillas, creo que me ahogaré.
Para cuando consigo volver a incorporarme, todavía respirando trabajosamente y sofocada, él se ha secado la cara y tiene ambas manos crispadas sobre el tablero de la mesa. Su antes perfectamente planchada camisa blanca muestra ahora una constelación de gotas por todo el pecho y los hombros.
Algo dentro de mí se encoje cuando veo la mirada de la que soy destinataria, podría cortarme en dos. Está lívido, tiene la mandíbula tan tensa que por un momento tengo la sensación de que se le partirá el tendón como la cuerda de una guitarra. Está usando todo su obsesivo autocontrol para contenerse, y la forma en que le vibra el pulso sobre la clavícula me dice que no me iba a gustar averiguar lo que pasaría si se dejase ir.
—¿Has terminado? —pregunta con voz suave, afilada.
Trago saliva.
Modo salvar el pellejo: activado.
Se me ponen los ojos muy redondos y parpadeo despacio, la boca pequeña y baja.
—Lo siento —me disculpo, la voz suave y sólo muy ligeramente más aguda de lo normal.
Nada en él cambia, pero su mandíbula deja de tensarse.
Soy una maestra de este arte. De todas formas, sólo por precaución, no he vuelto a arrimar la silla a la mesa por si acaso aún tengo que salir corriendo. Con estas cosas es mejor no correr riesgos.
—Lo siento —repito—. No he debido reírme. Eso ha sido terriblemente maleducado por mi parte. Perdóname, no era mi intención.
Le veo entornar los ojos mientras se le afila una leve sonrisa en las comisuras. Le divierto, pero también hay algo definitivamente peligroso en la forma en la que me sigue mirando. Su enfado no ha bajado ni un latido y su expresión parece ahora más oscura.
Se ha dado cuenta.
Mierda. ¿Ahora qué?
Esto nunca me había pasado.
Coloca los codos sobre la mesa y apoya la barbilla en sus largos y finos dedos. El silencio se alarga, y eso es malo, porque si se alarga demasiado comenzaré a reírme de nuevo y entonces sí que la voy a terminar de liar parda.
Este tipo tiene dinero suficiente para salir impune por mi asesinato.
Ortiga, di algo, por Dios.
—Algo —me respondo a mí misma antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo.
Él alza una ceja.
Oh, mierda.
—¿Puedo hacer *algo* por ti? —sugiero rápidamente—. Puedo mirar si Kate tiene alguna camisa de hombre en su armario.
Más silencio. Cada vez más tenso.
Me muerdo las mejillas por dentro a la desesperada.
—Se me ocurren muchas cosas que podrías hacer por mí para compensar tu falta de respeto, Urtica —La voz grave y oscura desde lo profundo de la garganta. No sonríe—. Y unas cuantas más que me gustaría hacerte yo a ti. Pero una camisa limpia puede ser un buen comienzo.
Lo dice todo de corrido y sin que le tiemble la voz. Con dos cojones.
Se me abre la boca.
Ya está. Te has quedado sin perro.
Me pongo en pie y él me imita con un movimiento fluido.
—Me gustaría que te marchases —anuncio, firme—. Ahora.
—Sí —contesta sin apartar la mirada—, creo que será lo mejor.
Sin más preámbulos, me encamino hacia la entrada y le abro la puerta para que pase.
—Señorita Dioica —murmura a modo de despedida.
—Adiós, señor Grey —replico yo sosteniéndole la mirada con los labios fruncidos.
Cierro la puerta con fuerza tras él.
—¡Puto desquiciado!
¡Hola!
ResponderEliminarPues menos mal que no has continuado la historia por el hilo de la original, porque si no hubiera acabado traumatizada. Aunque sí me habría gustado ver el largo y aburrido proceso judicial, aunque mucho me temo que se hubiera librado... Y ahora es cuando me prefunto si de verdad la chica se despertó en la habitación de hotel del tío este. ¿Cómo reaccionó? Madre mía.
Bueno, bueno. ¿Pero este de qué va? Seguramente dijo cosas parecidas en el libro (no puedo decir nada, no lo he leído), pero es que sigo flipando. ¿Cómo se puede enamorar alguien de semejante... ehm... desquiciado? (por decirlo de alguna manera suave). ¡Menudo stalker! Esto es machista, exagerado.
Dios, qué merecido se tiene el chapuzón en leche que le has dado, Ortiga. Si es que no sé cómo la gente se puede juntar con esta clase de personas... Es indignante. ¡Arghhh!
Perdón XD Bueno, ¡muy buen capítulo! Por favor, continúalo, me he quedado con las ganas de saber qué pasa después. Me está encantando.
¡Un beso y hasta la próxima (espero)!
Ate, A.
Hola Ortiga.
ResponderEliminarPrimero, me encanta leerte y segundo, me has hecho reír en exceso con este capitulo. Cuando me leí el libro (con 17 o 18 años, no se) veía algo mal en este tipo, pero creí que eran cosas mías. Y también veía serios problemas en la cabeza de la protagonista al aguantarlo, así que concuerdo que es bueno que no te apegaras al original. A ver si a alguien le quedan ganas de tener a un Gray en su vida.
"Si fueras mía te enseñaría como ceder" Es un puto desquiciado.
y ¿Cual es el problema con que una mujer use champú y desodorante de hombre? Mi hermanita lo hace todo el tiempo, tampoco le gusta ser el postre. Y la magdalena y la leche...mmmm...me casaría con ambas.
¡Saludos!
No sé si es una tontería, pero al hacerlo a él un poco más razonable y a ella (a tí) más o menos normal, estás mejorando la historia.
ResponderEliminarYo me leí el libro en inglés porque en teoría era el libro que iba a marcar la nueva literatura. Tuve que arrancarme los ojos.
Ella es sumisa e idiota y cumple ese cliché machista de ser virgen es igual a no tener ni idea de absolutamente NADA. Parece que ha estado secuestrada en una cueva toda su puta vida. Y él es un psicópata. Punto.
Según estás desarrollando los personajes, él puede intentar manipularla y ella puede resistirse. Algo mucho más creíble.
¿Era esa tu intención? Un saludo
Anónimo, lo cierto es que, para empezar, no tenía pensado llegar tan lejos, así que admitiré que no tenía un curso de acción decidido. Tu idea de que él intente manipularla a ella podría ser interesante, tendré que pensar si funcionaría... Si es que finalmente me animo a seguir escribiendo, que no lo tengo claro.
ResponderEliminarCon amorr,
O.
Me pareció bastante interesante y hasta gracioso a pesar de no haberme leído el libro. Buena, malashierbas.
ResponderEliminar«...y yo te sujetaba entre mis brazos y me mirabas diciéndome: "Bésame, bésame, Christian"»
ResponderEliminarJajajajaja... Sí, claro. Sigue soñando. Aunque los dos me caen bien cuando están juntos. Podrían ser buenos amigos, como en una comedia estilo el gordo y el flaco.
Ahora, la cantidad de referencias sexuales en todo lo que él dice son bastante ofensivas. Lo peor son las cosas que un verdadero aficionado al BDSM pensaría mientras hace insinuaciones de ese estilo. Urtica pensando en que solamente está evitando sexo y Christian fantaseando con una sesión de tortura medieval xD
Muy bueno. Sigo leyendo.
Me había picado la tentación de leer 50 sombras de Grey, pero desistí. Ya que no sigue el hilo del fic, sé que estaré profundamente decepcionada xD
ResponderEliminarNo dejes de escribir nunca.