Donde la literatura y la maldad se toman un té

viernes, 15 de julio de 2016

Cincuenta Malas Hierbas de Grey - Capítulo 4

Aquí estoy de nuevo, queridos hierbajos.

¿Seguimos?


4

Sigo bloqueada. Sigo mirando su boca. Está demasiado cerca y su presencia es como el peso de una manta gruesa que me cubre desde los hombros hasta los pies. El zumbido dentro de mi cabeza sigue siendo demasiado intenso como para que pueda separar mis pensamientos del ruido exterior.

Él también me está mirando, con su cara a pocos centímetros de la mía, y por un momento me asalta la terrible certeza de que va a intentar besarme. Pero le veo cerrar los ojos y respirar muy hondo. Mueve ligeramente la cabeza y, cuando vuelve a abrirlos, parece que el peligro a pasado.

—Urtica, deberías mantenerte alejada de mí. No soy un hombre para ti —suspira.

Creo que la irritación es lo que finalmente me sacude el estupor y por fin puedo oírme pensar.

¿Per-dona? Eres tú el que me tiene estrujada, te aseguro que yo quiero mantenerme alejada.

Frunzo el ceño y muevo la cabeza en señal de negación. Pero cuando abro la boca para pedirle que me suelte me doy cuenta de que no me queda aire en los pulmones.

—Respira, Urtica, respira.

No estoy segura de en qué momento he dejado de hacerlo.

—Voy a ayudarte a ponerte en pie y a dejarte marchar —me dice en voz baja.

Esto es tan humillante que creo que voy a llorar.

Pero para eso primero voy a necesitar oxígeno.

Me aparta suavemente. Apoya las manos en mis hombros, a cierta distancia, y observa atentamente mi reacción.

Me cuesta dos intentos recordar cómo se hace eso de hinchar el pecho para que el oxígeno pueda volver a llegarme al cerebro.

Entonces es cuando la adrenalina me inunda el cuerpo. A buenas horas. Doy gracias de no haber nacido en una época en la que tuviese que defenderme de depredadores, porque no habría superado los dos años de vida.

Me empiezan a temblar las piernas, así que me agarro de manera instintiva al brazo de él para tener un punto de referencia. Prefiero no completar el espectáculo que estoy dando con una muy teatral caída. Sobre todo porque, conociendo a este tipo, fijo que a continuación me alzaba en brazos. Dejando de lado lo bochornoso que sería semejante escena, ya he tenido contacto físico más que de sobra para los próximos veinticuatro meses.

—Gracias por apartarme —consigo susurrar al fin.

El resto prefiero obviarlo. Voy a fingir que no ha sucedido.

—Ese idiota iba contra dirección. Me alegro de haber estado aquí. Me dan escalofríos solo de pensar lo que podría haberte pasado. ¿Quieres venir a sentarte un momento en el hotel?

Cuánto drama por una bicicleta.

—No. Estoy bien. —Le suelto el brazo como si me hubiese dado otra descarga, aunque por suerte no es el caso.

Él también me suelta y baja las manos.

El hombrecillo verde del semáforo empieza ya a parpadear, así que me apresuro a cruzar la calle. Grey me sigue.

Ya frente al hotel, me vuelvo de nuevo hacia él con la intención de despedirme.

—Gracias de nuevo por el desayuno —murmuro.

—¿Está segura de que se encuentra bien?

—Sí, sí. Sólo es que me he sorprendido.

Todavía estoy a tiempo de un ataque de pánico, así que no tientes a la suerte, amigo.

—Tengo que irme.

—Urtica. —Su tono angustiado me llama la atención, de modo que lo miro involuntariamente. Se pasa la mano por el pelo con mirada desolada. Parece destrozado, frustrado y con expresión alterada.

¿Qué mosca le ha picado ahora?

—¿Qué?

Quiero marcharme. No me gusta que me abracen y encima entre el colgado del ciclista y él me han dado un susto de muerte. Quiero llegar a casa y lavarme la cara con agua fría para terminar de despejarme y olvidar que he pasado cinco de los segundos más indefensos de mi vida.

—Buena suerte en los exámenes —murmura.

—Gracias —atajo—. Adiós, señor Grey.

Doy media vuelta y desaparezco por la acera en dirección al parking subterráneo. Ya en el oscuro y frío cemento del parking, bajo su débil luz de fluorescente, me apoyo en la pared y me cubro la cara con las manos. Todavía me tiemblan un poco las rodillas. Se me humedecen los ojos, pero parpadeo con rabia.

—Aquí no, Ortiga.

Me incorporo de nuevo y me sacudo la ropa.

—No ha pasado nada. Venga. Un mal día lo tiene cualquiera.

Aprieto un puño decidido delante de mi cara. Todavía estoy trabajando en eso de no autofustigarme demasiado por cosas que no puedo controlar. Maldita obsesión controladora la mía, lo único que me faltaba era el otro iluminado para terminar de grillarme de nuevo.

Localizo el coche de Kate y me meto en el asiento del copiloto. La sonrisa con la que me recibe se desvanece en cuanto me ve.

—Ortiga, ¿qué pasa? Estás pálida. ¿Has llorado? —Kate, la periodista—. ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? —gruñe con una cara que da miedo.

—Nada.

Se inclina sobre mí por encima del freno de mano y me abraza. Tengo que decir lo que sea para quitármela de encima.

—Casi me atropella un ciclista.

—Dios mío, Ortiga. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?

Se aparta un poco y me echa un rápido vistazo para comprobar si todo está bien.

—No. Estoy bien. Grey me ha apartado —susurro—. Pero me he pegado un susto de muerte.

Ella no va a entender nada si le digo que me he puesto así porque el tipo me ha abrazado y mi cerebro a colapsado. No me quedan fuerzas para entrar ahora mismo en largas explicaciones.

—No me extraña. ¿Qué tal el café? Sé que odias el café.

—He tomado leche. Ha ido bien. Nada que comentar, la verdad. Y lo mejor es que ya no tengo que volver a verlo.

Veo que va a añadir algo, pero me adelanto.

—¿Podemos irnos ya? Quiero llegar a casa y ponerme a estudiar —le pido, abrochándome el cinturón de seguridad.

Por fin pone el coche en marcha y nos vamos a casa.

Esa noche tengo pesadillas horribles en las que no puedo ver nada, pero hay manos por todas partes que intentan agarrarme. Me despierto sudando.

—————————

Suelto el bolígrafo. Último examen. Se acabó.

No puedo ponerme a hacer la danza de la victoria en mitad del aula porque todavía hay muchos alumnos escribiendo. Queda media hora para que termine el examen, así que me limito a sonreír con cara de perturbada muy feliz y salgo al pasillo a esperar a que Kate termine.

De camino a casa nos negamos a hablar del examen. Kate está mucho más preocupada por lo que va a ponerse esta noche. Yo intento encontrar las llaves en la mochila.

—Ortiga, hay un paquete para ti.

Kate está en la escalera, frente a la puerta de la calle, con un paquete envuelto en papel de embalar. No recuerdo haber encargado nada en Amazon. Kate me da el paquete y coge mis llaves para abrir la puerta. El paquete está dirigido a la señorita Urtica Dioica. No lleva remitente.

—Qué raro.

—¡Ábrelo! —exclama Kate nerviosa.

Se mete en la cocina para ir a buscar el champán con el que va a celebrar que hemos terminado los exámenes.

Abro el paquete y encuentro un estuche de piel que contiene tres viejos libros, aparentemente idénticos, con cubiertas de tela, en perfecto estado, y una tarjeta de

color blanco. En una cara, en tinta negra y una bonita caligrafía, se lee:

«¿Por qué no me dijiste que era peligroso? ¿Por qué no me lo advertiste?

Las mujeres saben de lo que tienen que protegerse, porque leen novelas que les cuentan cómo hacerlo…»

¿Qué cojones? ¿Wright me ha escrito una tarjeta?

Miro los libros con atención. Tres volúmenes de Tess, la de los d’Urberville. Abro la cubierta de uno. En la primera página, en una tipografía antigua, leo:

«London: Jack R. Olgood, McAlbaine and Co., 1891.»

—Coño —murmuro, mosqueada—. Esto es muy viejo.

Kate observa los libros por encima de mi hombro. Coge la tarjeta.

—Deben de valer una pasta —susurro.

—No —dice abriendo los ojos incrédula—. ¿Grey?

—Oh, mierda. —Estoy bastante segura de que me pongo pálida—. ¿Cómo coño sabe dónde vivo?

—¿Qué quiere decir la tarjeta?

—No tengo ni idea. Ni siquiera tengo claro si debería ofenderme —digo frunciendo el ceño—. Aparte de que esto es indescriptiblemente invasivo, me refiero.

—Sé que no quieres hablar de él, Ortiga, pero no hay duda de que le interesas, te ofendas o no.

—Kate, por favor. —Agito el papel de embalar con nuestra dirección delante de sus narices—. ¿Quieres centrarte? ¡Ha averiguado dónde vivimos! ¿Me vas a decir que eso no te da ni siquiera un poquito de mal rollo?

Ella solo se encoje de hombros.

No me he permitido pensar demasiado en Christian Grey en la última semana. Bueno, sé que tardaré una eternidad en eliminar de mi cerebro (y de mis pesadillas) la sensación de sus brazos rodeándome, pero estoy intentando no torturarme.

¿Por qué me ha mandado estos libros? Me dijo que yo no era para él. Ya podía atenerse a su propia palabra. Viviríamos todos mucho más felices. Sobre todo yo.

Vale que lo de la ferretería podría haber sido una desafortunada coincidencia, pero esto ya no cuela. Las cosas se están poniendo serias.

—He encontrado una primera edición de Tess en venta —dice Kate, ahora sentada al ordenador—, en Nueva York, por catorce mil dólares, pero los tuyos están en mucho mejor estado. Deben de haber costado más. —Puedo ver el buscador abierto en la pantalla—. Y lo de la tarjeta es una cita: Tess se lo dice a su madre después de lo que le hace Alec d’Urberville.

¿Por qué me lo dices como si yo supiera de qué me hablas? O como si me importara.

—No puedo aceptarlos. Se los devolveré con otra cita tan desconcertante como esa. Algo como… «Cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo».

—¡Bien dicho! —Sé que no sabe de lo que hablo.

Se levanta y regresa a la cocina.

En el fondo Kate no es mala gente. Es leal y a su manera se preocupa por mí.

—Y un aviso de que si no me deja en paz tendré que ir a la policía —mascullo para mí mientras envuelvo los libros y los dejo en la mesa del comedor.

Kate se asoma desde la puerta y me ofrece una copa de champán. Yo se la tomo por cortesía.

—Por el final de los exámenes y nuestra nueva vida en Seattle —dice con una sonrisa.

—Por el final de los exámenes, nuestra nueva vida en Seattle y por que todo nos vaya bien.

Chocamos las copas y ella bebe. Yo finjo que doy un sorbo y dejo la copa sobre la mesa.

————————

El bar es ruidoso y está lleno de gente, futuros licenciados que han salido a pillar una buena cogorza. Un ambiente encantador, lo sé.

Los motivos que me han traído hasta aquí son diversos y probablemente poco convincentes. Varios de ellos incluyen la insistencia de Kate. Otra parte nada desdeñable es el hecho de que una semana de enclaustramiento por estudio y volumen de interacción social rozando el cero absoluto es una de las pocas circunstancias que hacen que tenga déficit de socialización. Una inmersión de estas características, en un bar, puede parecer sin duda excesiva (y lo es), pero es como cuando llevas todo el día sin comer y luego te llenas el plato hasta el punto de no poder acabarlo: un comer por los ojos, un fallo de cálculo.

El caso es que he terminado aquí con Kate. José también ha venido con nosotras. No se graduará hasta el año que viene, pero le apetecía salir (toda una sorpresa). Nos trae una jarra de margaritas para ponernos en la onda de nuestra recién estrenada libertad, y creo que es cuando les veo ir por la quinta ronda cuando me doy cuenta de que empiezo a estar borracha de sueño. Todo me hace una gracia insana, más que de costumbre, quiero decir, y se me cierran los ojitos.

—¿Y ahora qué, Ortiga? —me grita José.

—Kate y yo nos vamos a vivir a Seattle. Los padres de Kate le han comprado un piso.

Hasta noto la lengua torpe. Lo mío es patológico.

—Dios mío, cómo viven algunos… Pero volveréis para mi exposición, ¿no?

—¡Claro! Kate tiene que cubrirla para la revista, ¿no? —le contesto con una sonrisa.

Me pasa el brazo por la cintura y me acerca a él. Yo le paso un brazo por los hombros también y me río. Este es el momento de cantar canciones pirata.

—Es muy importante para mí que vengas, Ortiga —me susurra al oído—. ¿Otro margarita?

Cojo la copa de Kate mientras ella no mira, me bebo lo que le queda de tres sorbitos intentando no respirar, y la alzo en el aire con una cara de asco espantosa.

—¡Que corra el ron! —grito.

Cojo la jarra y veo que está vacía.

—¡Más bebida, Ortiga! —grita Kate.

—Voy a buscar una jarra para todos —anuncio poniéndome dramáticamente en pie, y tengo que sujetarme al respaldo de la silla porque tengo la cara tan caliente que casi me da vueltas la cabeza.

Kate es fuerte como un toro, creo que nadie que no la conozca se daría cuenta de que no ha parado de beber desde que hemos llegado. Bueno, a eso hay que restarle la quizá media copa en total que he conseguido robarle de a poquitos sin que se dé cuenta. Lo cierto es que le querría haber robado más, porque me preocupa que esté bebiendo demasiado, pero mi estómago sencillamente no puede aceptar el alcohol, es demasiado repugnante.

Ha pasado el brazo por los hombros de un compañero que conocemos de la clase de inglés, su fotógrafo habitual en la revista de la facultad, que ha dejado de hacer fotos de los borrachos que lo rodean para comérsela a ella con los ojos (¿quién coño sale de fiesta con una cámara y hace fotos a borrachos?). Ahora solo tiene ojos para Kate, que se ha puesto un top minúsculo, vaqueros ajustados y tacones altos. Está increíblemente artificial así vestida y con toda la cara embadurnada, pero tiene que haber gente para todo.

Me dirijo a la barra, pero a medio camino se me ocurre una brillante idea. Si relleno la jarra con agua del grifo, quizá nadie se dé cuenta. Es un plan infalible.

Me abro camino entre el gentío tambaleándome ligeramente. Por supuesto hay cola, pero al menos el pasillo está tranquilo y fresquito, lo cual se agradece.

Saco el móvil de un bolsillo mientras intento abanicarme con la mano, todo esto haciendo equilibrios con la jarra debajo del brazo. Realmente estoy acalorada.

¿Cuál ha sido mi última llamada? ¿A José? Me pregunto para qué le llamaría. Antes hay un número que no sé de quién es. Ah, sí. Grey. Al menos creo que es su número. Me río. No tengo ni idea de la hora que es. Quizá lo despierte. Quizá pueda explicarme por qué me ha mandado esos libros y el mensaje raro. O de dónde cojones se ha sacado mi dirección, ya puestos a preguntar.

Ya sé. Hace mucho que no llamo a Zarza.

Reprimo una sonrisa de borracha y pulso el botón de llamar. Contesta a la segunda señal.

—¿Urtica?

—¿Zarza? —Me aparto el teléfono de la oreja un momento y lo miró interrogativamente—. Qué voz tan grave tienes.

—Urtica, soy Christian Grey.

—¿Qué haces tú con Zarza?

Oh, no. ¡También la ha encontrado a ella!

—Debes de haberte confundido al marcar.

—Ah —suspiro con una sonrisa de felicidad—. Eso me deja más tranquila. ¡Espera! ¿Cómo has sabido que era yo? —le pregunto arrastrando las palabras—. No, espera otra vez, esa no es la pregunta que quería hacer, ¿de dónde has sacado mi dirección?

Y la de Zarza.

—Urtica, ¿estás bien? Tienes una voz rara —me dice en tono muy preocupado.

Tú también, Zarza. Ah, no, espera.

—La rara no soy yo, sino tú —le digo animada por el sueño—. Eres un stalker, ¿lo sabías? —me río.

—Urtica, ¿has bebido?

—¿A ti qué te importa?

—Tengo… curiosidad. ¿Dónde estás?

—En un bar.

—¿En qué bar? —me pregunta nervioso.

—Un bar de Portland. —Subo y bajo las cejas, luego me acuerdo de que él no puede verme—. ¿Qué pasa? ¿También me vas a mandar libros aquí?

—¿Cómo vas a volver a casa?

—Ya me las apañaré.

La conversación no está yendo como esperaba. Supongo que principalmente porque no estoy hablando con Zarza.

—¿En qué bar estás?

—¿Cómo has averiguado mi dirección, Christian?

—Urtica, ¿dónde estás? Dímelo ahora mismo.

Ya está otra vez dando órdenes.

—Siempre tan mandón —le digo riéndome—. Te imagino con el látigo. ¡Ksss! Total.

Se hace un silencio.

—Urtica, contéstame: ¿dónde cojones estás?

Christian Grey diciendo palabrotas. Vuelvo a reírme.

—En Portland. Bastante lejos de Seattle.

Creo.

—¿Dónde exactamente?

—Buenas noches, Christian.

—¡Urtica!

Cuelgo. Vaya, al final no me ha dicho cómo ha conseguido mi dirección. Frunzo el ceño. Misión no cumplida. Además yo estaba llamando a Zarza. Otra misión no cumplida. Estoy demasiado borracha, necesito mi cama. Tengo tanto calor que la cabeza me da vueltas mientras avanzo en la cola. Intento soplarme el flequillo pero lo tengo empapado y pegado a la frente. Me froto los ojos con una mano. Qué incómodo.

La cola avanza y ya me toca. Aprovecho ya que estoy aquí para pasar a uno de los cubículos. Dejo la jarra en el suelo y me quedo embobada mirando el póster de la puerta, que ensalza las virtudes del sexo seguro.

Maldita sea, ¿acabo de llamar a Christian Grey? Mierda. Esto no va a quedar nada bien en mi denuncia si finalmente me veo obligada a ponerle una orden de alejamiento.

Me suena el teléfono, pego un salto y grito del susto.

—¿Hola? —digo en voz baja.

Es su número. No había previsto que me llamara.

—Voy a buscarte —me dice.

Y cuelga.

Miro el teléfono con incomprensión.

—Buenas noches, Christian.

Espera.

Abro mucho los ojos.

Oh, no. Oh, no.

Me subo los pantalones. El corazón me late a toda prisa. ¿Viene a buscarme? ¿Cómo que viene a buscarme?

Pánico.

Espera. Me estoy montando una película. No le he dicho dónde estaba. No puede encontrarme.

Estoy a salvo.

Pero averiguó dónde vivo. Quizá sí pueda encontrarme después de todo.

Pánico.

No, a ver. Tardaría horas en llegar desde Seattle, y para entonces haría mucho que nos

habríamos marchado. Espero.

Sí. Eso.

Intento tranquilizarme. Me lavo las manos y doy saltitos para mirarme en el espejo por encima de las cabezas de todas las chicas que están retocándose el rímel. Estoy completamente roja y sofocada. Me echo un poco de agua en la cara, pero me alivia tirando a poco. Noto el estómago revuelto. Demasiados saltos. Creo que he puesto excesivo empeño esta vez en salvar a Kate de una borrachera.

Cuando por fin vuelvo a la mesa me doy cuenta de que he perdido mi jarra. Pero mis compañeros ya han conseguido otra inmensa de cerveza, así que parece que mi periplo no era necesario después de todo.

—Has tardado un siglo —me riñe Kate—. ¿Dónde estabas?

—Haciendo cola para el baño.

Veo cómo Kate le da un larguísimo trago a su bebida y sé que mi estómago ya no va a aceptar más buenas intenciones esta noche.

Aquí hace más calor. Creo que me estoy agobiando.

—Kate, creo que saldré un momento a tomar el aire —le grito, intentando hacerme oír por encima de la música.

—Ortiga, no aguantas nada.

—Solo cinco minutos.

Vuelvo a abrirme camino entre el gentío. Mi borrachera psicológica feliz está dando finalmente paso a simple sueño y un dolor punzante en las sienes. Por no mencionar que empiezo a tener náuseas y me siento inestable.

Cuando por fin consigo salir agradezco el fresco de la noche sobre la cara. Me apoyo contra la pared, buscando un punto de equilibrio que no vaya a traicionarme.

La próxima vez que Kate decida que quiere emborracharse no seré yo quien se lo impida.

—Ortiga, ¿estás bien?

José ha salido del bar y se ha acercado a mí.

—Sí, sólo un poco revuelta. Creo que he bebido de más —le contesto con los ojos medio cerrados.

Exactamente media copa de más. Cuantísima repugnancia.

—Yo también —murmura. Me mira fijamente—. ¿Te echo una mano? —me pregunta avanzando hasta mí y rodeándome con sus brazos.

—No hace falta. Ya tengo la pared.

Intento apartarlo sin demasiada energía. Tengo tanto sueño. Sólo quiero dormir a ver si mañana se me ha pasado el asco.

—Ortiga, por favor —me susurra.

Me agarra y me acerca a él. Y de pronto ya no estoy dormida en absoluto.

—José, ¿qué estás haciendo? —le espeto.

—Sabes que me gustas, Ortiga. Por favor.

Por favor ¿qué cojones?

Le pongo una mano en el pecho para mantenerle a distancia, pero él me coge por la muñeca y con la otra mano me abarca la barbilla.

Separo las piernas para ganar estabilidad y meto el brazo libre entre ambos para hacer presión con mi codo sobre su pecho. Sacudo la cabeza.

—Suéltame —gruño—. No te lo voy a repetir.

La mano que tenía en mi barbilla pasa a mi nuca y me sujeta por la raíz del pelo.

—Por favor, Ortiga, cariño —me susurra con los labios muy cerca de los míos.

Su aliento dulzón no le hace ningún bien a mi estómago ya revuelto. Creo que voy a vomitar.

Desde la oscuridad llega una voz tranquila.

—Creo que la señorita ha dicho…

La mitad de la frase queda ahogada por mi propia voz.

—¡¡TU PUTA MADRE!!

Hundo de golpe la barbilla contra mi pecho, propinándole un cabezazo en la nariz a mi agresor. El pulso me late como un rugido en los oídos.

—¡AAH! —Se lleva una mano a la cara, probablemente más por la sorpresa que por el dolor, pero con eso me basta.

Ahora con un brazo libre, le arreo un golpe con todas mis fuerzas en la sien, con la palma abierta, cosa que lo desestabiliza lo suficiente como para terminar de sacármelo de encima. Se tambalea dos pasos hacia la izquierda. Está demasiado borracho como para poder mantener el equilibrio.

Antes de que yo tenga tiempo de volver a levantar la mano, un segundo cuerpo ocupa todo mi campo de visión. Bueno, más bien un pecho, porque no hay distancia suficiente como para tener más perspectiva.

Por acto reflejo, intento saltar hacia atrás, pero se me olvida que tengo la pared justo a mi espalda así que sólo consigo golpearme yo sola la cabeza contra el muro. Sin embargo, estoy tan saturada de adrenalina que ni siquiera me duele, no es más que una sensación brusca e incómoda de rebote.

Estoy a punto de echar a correr hacia un lateral, pero de alguna manera una voz se abre camino hasta mi cerebro acelerado.

—Urtica.

Consigo enfocarle. Christian Grey se ha agachado para que nuestros rostros queden a la misma altura y tiene las manos levantadas con las palmas hacia mí.

—Ya está. Está bien. Tranquila.

En ese momento me doy cuenta de que tiemblo entera.

¿Ya está?

Ni siquiera se me ocurre preguntarme qué hace aquí. Le miro fijamente durante un instante. Algo se afloja en el fondo de mi garganta. Me inclino hacia un lado y vomito.

Grey me pone una mano cálida en la frente y me conduce por el codo hasta un parterre. José ha huido.

—Si vas a volver a vomitar, hazlo aquí. Yo te agarro.

En otras circunstancias eso hubiera bastando para hacerme retroceder tres pasos, pero en estos momentos no suena como una oferta tan horrible. Ha pasado un brazo por encima de mis hombros, y con la otra mano sigue sujetándome la frente.

Ya tengo el estómago más que vacío, pero me sigue temblando violentamente todo el cuerpo, no solo por las arcadas.

Apoyo las manos en el parterre, pero apenas me sujetan.

Vomitar es una de las cosas más repugnantes de este mundo, casi tanto como el alcohol. Grey me suelta y me ofrece un pañuelo. Solo él podría tener un pañuelo de lino recién lavado y con sus iniciales bordadas para ofrecerme en un momento así.

Me limpio la boca.

—¿Dónde está ese desgraciado hijo de puta? —intento gruñir, aunque mi voz sale más como un sollozo estrangulado que otra cosa.

Todavía parece que me hayan metido en una centrifugadora, pero al menos mi estómago se ha calmado.

—¿Dónde está? —jadeo de nuevo.

Grey me observa fijamente con semblante sereno, inexpresivo.

—Se ha ido.

Lo mataré. Lo desollaré. Lo haré cachitos y se lo daré de comer a los cerdos.

Parpadeo con rabia.

Me siento sobre el borde del parterre, la cabeza entre las manos. Por entre los dedos puedo ver los zapatos de Grey.

—Lo siento —susurro entonces, sin apartar las manos.

—¿Qué sientes, Urtica?

Me está tuteando.

—Le he manchado los zapatos —le hago notar.

—A todos nos ha pasado alguna vez —me contesta secamente—, quizá no de manera tan dramática como a ti. Es cuestión de saber cuáles son tus límites. Bueno, a mí me gusta traspasar los límites, pero la verdad es que esto es demasiado. ¿Sueles comportarte así?

Ahora sí le miro. ¿Qué narices? Parece un hombre maduro riñéndome como si fuera una cría descarriada.

—No —le espeto—. Pero la verdad es que tampoco estoy acostumbrada a que tíos borrachos intenten agredirme.

Por lo menos se sonroja.

—No pretendía…

—¿Cuál es tu puto problema? —Estoy alzando la voz—. Siento haberte llamado y si te he molestado, no era mi intención, pero no tienes derecho a venir aquí a regañarme como si tuviera cinco años. No soy tu hija.

Está a punto de añadir algo, pero una vez más no le doy tiempo.

—Y estaría bien verte un poco más cabreado por lo que de hecho casi acaba de pasar. Aunque solo fuera por empatía. ¿Sabes? —Ya estoy oficialmente gritando.

Me pongo en pie para marcharme antes de que me dé por ponerme a llorar también, pero al levantarme tan deprisa la cabeza empieza a darme vueltas de nuevo. Puede que el golpe que me he dado antes yo sola tenga algo que ver. Él se da cuenta y me agarra antes de que me caiga, me levanta y me apoya contra su pecho.

—Vamos, te llevaré a casa —murmura.

Vuelvo a estar en sus brazos y tengo la cara contra su camisa.

—Deja de darme órdenes —sollozo—. No quiero ir contigo… a ningún lado.

Estoy llorando.

Mierda.

Y tirito, no sé si de frío o todavía de adrenalina, quizá de ambas. Él me pone su chaqueta sobre los hombros y una de sus enormes manos sobre la cabeza, y por algún motivo eso me hace sentir un poco menos mal, así que sigo llorando contra su camisa sin dejar de temblar. Puede que esté en estado de shock.

Este sí que está siendo un mes de mierda.

—Mañana si quieres te acompañaré a comisaría a poder una denuncia —dice finalmente, cuando por fin dejo de llorar. Me aparta un poco para dirigirme una mirada seria—. Pero ahora ¿puedes por favor dejarme que te lleve a casa?

Lo peor es que sabe dónde vivo.

Realmente quiero ir a casa, pero Kate no está en condiciones de conducir después de todo lo que ha bebido. Tampoco me siento lo bastante segura después de lo que ha pasado como para coger un taxi. Estoy tan cansada, es como si mis pensamientos tuvieran que avanzar entre gel espeso.

¿La policía me llevaría a mi casa? Pero entonces tendría que contar lo que ha pasado ahora mismo, y la verdad es que preferiría poder esperar a que sea al menos de día y no me duela tantísimo la cabeza.

Meterme en un coche con Christian Grey no me parece, ni de lejos, la opción más segura de este universo, pero a pesar de ser un jodido stalker ahora mismo se está comportando. Y realmente, realmente quiero irme a casa.

Al menos esta vez no lo ha hecho sonar como una orden.

Asiento levemente con la cabeza.

—Pero tengo que decírselo a Kate —añado.

No pienso meterme en el coche de nadie sin que haya testigos que sepan a dónde y con quién voy.

—Puede decírselo mi hermano —contesta él.

—¿Qué?

—Mi hermano Elliot está hablando con la señorita Kavanagh.

—¿Cómo?

No lo entiendo.

—Estaba conmigo cuando me has llamado.

—¿En Seattle? —le pregunto confundida.

—No. Estoy en el Heathman.

¿Todavía? ¿Por qué?

—¿Cómo me has encontrado?

—He rastreado la localización de tu móvil, Urtica.

De repente, mi urgencia por ir a casa aumenta en la misma medida en que disminuyen las ganas de que sea él quien me lleve.

—¿Eso es legal siquiera? —susurro con un hilo de voz.

—Hay aplicaciones que permiten hacerlo.

Eso no responde a mi pregunta.

Cierro los ojos con fuerza. Creo que el pánico debe de verse reflejado en mi cara, porque añade rápidamente:

—Está bien. Está bien. Te prometo que no volveré a hacerlo a menos que sea absolutamen…

—No —le corto con voz aguda, abriendo desmesuradamente los ojos—. No volverás a hacerlo nunca. Bajo ninguna circunstancia. ¿Quién te crees que…?

Mañana van a tener que ser dos denuncias.

—Está bien —zanja, la mandíbula tensa—. ¿Podemos irnos ya?… ¿Por favor?

Lo miro durante tres segundos más antes de dejar caer la cabeza y asentir débilmente.

—¿Has traído chaqueta o bolso?

—Abrigo. Y tengo que decírselo a Kate, de verdad. —No pienso ir contigo a ningún lado sin asegurarme personalmente de que alguien sabe que me estoy yendo contigo—. Se preocupará.

Aprieta los labios y suspira ruidosamente.

—Si no hay más remedio.

Me suelta, me coge de la mano y se dirige hacia el bar. Me siento débil y, conforme nos acercamos a la puerta y el volumen de la música va subiendo, mi determinación huye. No quiero volver ahí dentro. Demasiada gente, demasiado ruido. No creo que ni mi cabeza ni yo podamos soportarlo.

Aun con mi mano atrapada en la suya, me voy quedando rezagada. Él se da la vuelta para lanzarme una mirada interrogativa. Se para junto a la entrada.

—¿Has cambiado de idea?

Sigo necesitando el abrigo. Las llaves están dentro.

Me quedo callada.

—¿Es por el fotógrafo? —me pregunta, de pronto su voz suena muy dura.

Niego con la cabeza. Debería ser capaz de proporcionar una respuesta articulada y satisfactoria, pero de pronto me siento como si tuviera tres años y lo único que sé es que ni por todas las chuches del mundo quiero tener que volver a entrar en ese bar.

Grey se pasa la mano por el pelo rebelde. Parece nervioso, enfadado.

—¿Cómo es tu abrigo? —pregunta, de nuevo autoritario—. Iré a buscarlo.

Mi instinto de manada se siente aliviado de que al menos haya alguien que todavía está en condiciones de mantener la compostura y manejar la situación, dado que yo claramente no lo estoy en estos momentos. Aunque el resto de mí no se fía ni medio pelo. Por desgracia es la única persona que tengo a mano en estos momentos, así que me temo que tendrá que servir. De alguna manera.

Meto la mano en un bolsillo y le tiendo la ficha con el número para el guardarropa.

—Gracias —susurro, tan bajo que tal vez ni siquiera me oye.

—Te llevaré al coche primero. No me fío de que no vayas a caerte mientras no estoy —dice con esa voz que no admite réplica mientras coge la ficha.

Me doy cuenta de que sigo llevando su chaqueta sobre los hombros, me pican los ojos y yo misma no estoy segura de que mis propias rodillas puedan sostenerme. Rebatirle en estas circunstancias realmente no parece muy razonable.

Mientras caminamos por la acera saco el móvil y dejo un mensaje de voz en el buzón de Kate.

«Kate, cuando escuches esto, me he ido a casa. No me encuentro muy bien. Christian Grey se ha ofrecido a llevarme». Hago una pausa. Esto debería valer, ¿no? Nombre completo y todo, quiero decir. «Hasta mañana». Cuelgo.

Cerca de nosotros, un reluciente cochazo negro parpadea en respuesta al mando de mi acompañante. Como era de esperar, Grey se adelanta y me abre la puerta para que pase. Pero no entro. Él me mira.

—¿Vamos a volver a discutir por el tema de las puertas, Urtica? —pregunta, entre divertido y exasperado.

Yo no me río.

—Vas a llevarme a casa —digo.

—Sí. —Se pone serio—. Voy a llevarte a casa.

—A *mi* casa —insisto.

—No tengo intención de secuestrarte, si eso es lo que me estás preguntando. —Ahora suena profundamente irritado, y puede que algo herido—. ¿Tan poco te fías de mí, Urtica?

Sí.

—No te conozco —contesto precavidamente, pero con voz firme. Todo lo firme que me permiten el cansancio y la jaqueca, al menos.

—Voy a llevarte a tu casa —finaliza. A continuación sonríe con sorna—. Además, me gusta mi nariz como está.

Vuelve a invitarme con un gesto para que entre al coche. Yo me quito su chaqueta y se la tiendo antes de dejarme caer sin fuerzas sobre el asiento del copiloto.

—Voy a cerrar. No tardaré —me informa con voz firme, plegándose la chaqueta sobre un brazo—. Te traeré una botella de agua.

—No estoy borracha —murmuro.

Él me mira alzando una ceja.

—De verdad —insisto—, cuando te llamé por error sólo tenía sueño: no he bebido.

—Bien —concluye—. Le diré a Elliot que avise a la señorita Kavanagh de que revise sus mensajes.


Cierra la puerta y el seguro lanza dos pitidos al activarse. Se me cierran los ojos.


6 comentarios :

  1. Me admira que la gente en serio pueda considerar detalles románticos acciones que yo encuadraría en un intento de asesinato. A mí si me enviaran un misterioso paquete sin remitente lo primero que haría sería huir por si es una bomba y, pasadas 24 horas, lo llevaría con mucho cuidado a la policía por si tiene antrax o similares. ¿Seguro que no hay una oscura conspiración de los servicios de inteligencia y los grupos terrorista que, a través de las editoriales, quieren desactivar nuestras alarmas para que les sea más fácil eliminar objetivos? ¡Si lo piensas tiene sentido! ¡¡Y ahora que lo he descubierto seré el próximo objetivo!!

    Si desaparezco misteriosamente vengad mi muerte. Y daos una comilona en mi honor, siempre quise mi propio banquete para que la gente me recuerde con la panza llena en lugar de en una fría sala y rodeada de flores de plástico. La comida siempre es bien.

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  2. Es increíble que una historia tan simple y común sea tan poco realista. Y tú a la tuya le agregas todo el peso y...bueno, el realismo que debería tener. Si un tipo intenta agredirme, primero le quitaría la capacidad de reproducirse y segundo no lo perdonaría como si nada al minuto siguiente por estar un poco ebrio. Siempre he creído que el licor no hace malas a las personas, solo saca lo que son en realidad, y este José es un abusador (¿Porque siempre ponen a los latinos de cretinos? ¿Algo que decirnos E.L.James?). Pero creo que eso es tan normal en el mundo que lo toman como algo que hay que aceptar y ya. Claro, la james no es mormona como Meyer pero sigue creyendo que las mujeres no deberíamos tener ni vos ni voto. Tal vez hasta piense que tenemos la culpa porque los hombres no se pueden controlar.

    EN FIN...me reí mucho con lo de ¡Tu puta madre! Si escribes mil fanfics mas voy a seguir leyéndolos.

    ¡Saludos!

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  3. ¡Hola!

    Hala, salto de un fic a otro. Y menos mal. Me estaba leyendo uno de Harry Potter en el que me estaba tomando muy en serio de prender fuego al portátil, tirarlo al mar y luego sacarme los ojos con una cuchara. Si queréis os mando el link, soy mala y a lo mejor quiero que sufráis conmigo... no, es broma, no estoy aquí para spammear.

    Lo primero, ¡muy buen capítulo! Joder, ojalá la gente fuera tan realista como tú. Si así lo fuera, esto no estaría tan lleno de basura literaria y no darían mal ejemplo a los acosadores reales. Dios, es que me imagino en el libro real a una niña en plan «Me he enamorado de una persona intimidante, que no respeta mi espacio... tralaralarito». Vale, ya paro.

    ¡Es que es hasta ofensivo, joder! ¿No hay ningún chaval normal en esta historia? Menos mal que todavía queda gente sensata en el mundo y pinta las cosas tal y como son... aunque no sea mucha. Dios, qué asco de literatura juvenil.

    Por cierto, Selenita, te admiro. Molas un montón ;)

    Y Ortiga y Zarza, ¡seguid así! Yo también me leería todos vuestros fics :D

    ¡Un beso!

    Ate, A.

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  4. Lo peor es que estamos tan llenos de esas escenas de romance machistas que cuando leemos las pasamos por alto. Y algo está muy mal conmigo, porque esta versión de Grey me ha caído bien. Corro a salvar mis neuronas, esto me está afectando o será que lo de José fue demasiado para opacar lo del stalker. Auxilio. Lo de la nota de Wright me hizo reír muchísimo, muy bueno. Y qué horrible que la autora del libro haya puesto a un personaje latino como violador. Esto me enoja muchísimo, voy a escribirle una carta a la editorial por...zzzzz... Volveré por más, que muero por saber el final que le tienen reservados a Grey y a Hardincillo.

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  5. El final que le tienen reservado a Grey y a Hardincillo. Malditos plurales.

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  6. Entre Gray y Hardincillo (por no mencionar el "affaire José"), me están poniendo muy nerviosa de lo confianzudos que se ponen. ¿No escucharon hablar de la burbuja proxémica? ¿Eh? ¿¡EH!?

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