¡Hola hierbajos!
Aquí llega otra de mis entradas
culturetas, a tiempo para aclararos todo lo que nunca os importó saber sobre
aspectos médicos que se tratan (y maltratan) en muchos libros (y no-libros).
Sé que no podéis contener la emoción ante
la inminente sorpresa, al fin y al cabo, soy la tipa que escribió sobre
hipogonadismo en un blog literario. Releyendo esto creo que a lo mejor lo que
no podéis contener son las ganas de hacer clic sobre la aspita roja de la
esquina superior derecha. Pero en fin, allá vamos: ¡Venenos!
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Por lo menos aquí entiendo por qué el asesino se iba a molestar en tener el antídoto |
Muy empleados en las novelas policiacas y
una manera socorrida de crear tensión en casi cualquier historia: ¿llegará a
tiempo el antídoto?, ¿servirá un beso de amor verdadero para combatir una
sobredosis de fenitoína?, y otras tantas preguntas torturan al pobre lector. Y
justo cuando el susodicho ha quedado ya como la Venus de Milo de
tanto morderse las uñas… ¡Llega alguien con el esperado remedio! (generalmente
robado al propio envenenador, que llevaba problema y solución en el mismo
bolsillo para mayor comodidad).
Quizá hayáis leído libros en los que os
parece que un supuesto veneno no es tal, y que con lo que sea que haya usado el
Chungo de Chungolandia no se podría matar ni a una mosca. Así que empecemos por
el principio: ¿Qué es un veneno?
Aunque los griegos y los romanos tenían
gran afición por el tema de envenenar a conocidos y extraños (Cicuta lo sabe
bien), hasta el siglo XVI nadie se molestó en definir decentemente el término
(Cicuta, ¡vaga!). Fue entonces cuando Paracelso dio en el clavo, y propuso la
máxima de la toxicología que permanece hasta hoy: “Nada es veneno. Todo es veneno. Sólo la dosis hace el veneno”.
¿Pero qué quiere decir esa frase? ¿Es
acaso Paracelso la musa de Javier Marías? Siento deciros que los médicos
somos gente más sencilla, es decir, menos compleja, almas simples, llanas,
elementales, lisas como cantos de río pulidos por el impacto repetido contra la
sobriedad de la muerte (Esta javierada
va por ti, Cicuta, a modo de trozo de tarta, para disculparme. Quizá preferías
la tarta. Suerte que no te he preguntado :D). El buen hombre sólo quería decir
que puedes matar a alguien casi con cualquier cosa, siempre que aumentes la
dosis lo suficiente (y sí, esto también incluye los libros malos. Ahora temo
por Ortiga). Por alguna razón los homeópatas sostienen que con esto el pobre
Paracelso sentó las bases de su “ciencia”. En realidad es irónico,
porque si algo demuestra la homeopatía es que incluso la estupidez, en grandes
cantidades, mata.